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La política del "puzzle"

Probablemente se trate sólo de una coincidencia. En una reciente encuesta sobre los hobbies de los políticos, resultó que muchos de ellos eran aficionados a los puzzles. Casualidad, sin duda. Pero la política española de estos últimos tiempos se parece bastante a ese juego, sólo que con varios participantes, cada uno de los cuales tiene en su poder cierto número de piezas y sin que ninguno de ellos tenga una visión del conjunto del dibujo. Aunque pueda parecer lo contrario, no se trata de ninguna adivinanza, sino pura y simplemente una observación que la realidad constata prácticamente a diario. Los partidos políticos, por ejemplo, el del poder y los de la oposición por la derecha y por la izquierda, están en estos momentos en pleno proceso electoral, por unas u otras razones, en Cataluña, Euskadi, Galicia y Andalucía. Es decir, en más de un tercio del Estado. El condicionante, pues, electoral es considerable y el electoralismo, nefando pecado a la hora de acusar al adversario, pero rigurosamente practicado por todos, la regla de oro del momento. Así, en un Euskadi minado por la violencia terrorista y en medio de una crisis económica gravísima, todos los partidos políticos democráticos, sin excepción, se muestran absolutamente incapaces de afrontar la realidad para ofrecer una respuesta mínimamente unitaria a un problema que lleva camino de echar la democracia a rodar, limitándose a defender su propia parcela, o parcelita, electoral. La espantá del PNV del Parlamento es especialmente significativa. Pero no la única. Es más, parece incluso que Suárez y Garaicoetxea apenas si «se tratan» en estos días. Da lo mismo de quién sea la culpa mayor. Lo importante es que en circunstancias como las que hemos atravesado días pasados, con un salto aterrador de ¡diez muertes!, y que desdichadamente puede volver a repetirse, el presidente del Gobierno y el del Consejo General Vasco parecen incapaces de comunicarse. Lo mismo que las fuerzas políticas vascas, opuestas a la violencia, no sepan dar otros frutos que el consabido comunicado de condena. Y es que cada uno sólo parece estar a lo suyo, pendiente de la propia imagen, sin una visión global de la magnitud del problema, de esa constante erosión del sistema democrático, y que sus enemigos, que son muchos y fuertes, no dejan de aprovechar.Y si del País Vasco nos vamos a Andalucía, el panorama alcanza límites de esperpento. El Gobierno y su partido estaban, sin duda, en su derecho en «racionalizar» el proceso aútonómico, que en muchas partes había alcanzado altas cotas de irresponsabilidad. Pero pasar de la feria al «borrón y cuenta nueva», sin un debate serio en las Cortes ni a nivel popular, no es aceptable. Y mucho menos el empleo posterior de la marrullería y la mezquindad que suponen esa especie de «damero maldito» indescifrable en que se ha convertido la pregunta al pueblo andaluz en el referéndum del día 28 y el regateo de fondos para la campaña. El Gobierno no ha tenido una visión de Estado de la cuestión, que hubiera exigido contemplar la multitud de reacciones negativas, algunas de las cuales pueden tener repercusiones imprevisibles, consecuencia de la crispación que va a ir en aumento en los próximos días, sino una mera y alicorta concepción de partido. Pero la capacidad de respuesta de la oposición tampoco ha sido manca y está absolutamente condicionada por el ritmo impuesto por el PSA. La batalla no está marcada por la coherencia de los planteamientos políticos o la respuesta racional al Gobierno, sino exclusivamente para superar los planteamientos demagógicos del señor Rojas Marcos y evitar que éste aumente sus votos. Así, algunas declaraciones de dirigentes socialistas, como el señor Guerra, establecen un curioso paralelo, en su incontinencia verbal, con la irresponsabilidad gubernamental. En definitiva, se trata de quitar votos al referéndum o de dárselos. Y ahí vale todo. De nuevo nos encontramos con que cada jugador ha olvidado el conjunto del dibujo, que -no nos engañemos- no está para estos trotes.

Y si de los partidos y del Gobierno nos pasamos a otros campos y a otros sectores sociales, ¿qué nos encontramos? Pues, sin ir más lejos, con un interminable rosario de reivindicaciones sociales, muchas de ellas perfectamente justas, pero no siempre razonables en el contexto de crisis económica generalizada que vive el país. Cada gremio, cada sector, exige su trozo de pastel sin reflexionar ni sobre el volumen de éste ni, mucho menos, sobre la parte que se resta a los demás. En ese contexto la defensa de privilegios sectoriales está a la orden del día. Patronales Y centrales sindicales, en constante «guerra fría» estas últimas y a veces en las fábricas no tan fría, viven por separado su problema, y unos y otros hacen gala de innecesaria inflexibilidad. Innecesaria y además suicida.

En otro orden de cosas, y ya dentro del Parlamento, hace unos días tuvimos un claro ejemplo de esta concepción parcialista de la política con la designación del Tribunal Constitucional. Hubiera sido interés de todos, y especialmente del sistema democrático, que su nombramiento hubiera estado rodeado de la máxima pulcritud y por encima de toda sospecha de componendas. No ha sido así, y no porque todos los elegidos no tengan sobrado prestigio. Pero no son los que están, sino los que faltan. Además del no desmentido veto a Hernández Gil, la ausencia de juristas de las nacionalidades y el cerrado «consenso», que en esto sí ha funcionado, entre los dos partidos mayoritarios, han -como mínimo- enturbiado la acogida, que ha sido fría y desprovista de la relevancia que debiera haber tenido. Ha faltado. una vez más, una visión política global del tema. UCID y PSOE han jugado su propia baza. No la que el país hubiera necesitado. Ni el prestigio de las instituciones.

Por lo demás, no se trata de preconizar el unitarismo de las fuerzas políticas, ni negar que muchas de estas tensiones son lógicas en cualquier sociedad democrática, donde cada partido tiene la estricta obligación de defender los intereses que representa ante sus electores. Pero entre el «consenso» y el que cada uno tire por su lado sin ninguna consideración para la situación del país, debería de haber ciertos puntos medios o de encuentro, en consideración a una actualidad sometida de manera periódica a traumas y a sobresaltos que -no nos engañemos- suponen un serio desgaste del sistema. El ciudadano de a pie, alejado de los partidos (es curioso observar cómo la crisis de militancia, congelada o en retroceso desde hace casi dos años, está pasando inadvertida), con el jefe de Gobierno más silencioso, inasequible y enclaustrado de todo el mundo occidental, con una realidad incómoda y entreverada de incertidumbres, observa entre el escepticismo y el desaliento los devaneos de una clase política que parece totalmente incapaz de acercarse con rigor a los problemas reales. Y que se pierde en los insondables vericuetos de la parcialidad y el partidismo, no en aquellos temas donde son lógicas las discrepancias y los enfrentamientos motivados por las diferentes concepciones ideológicas, sino también, y eso es lo grave, por la ausencia de una auténtica política de Estado que estabilice y consolide las instituciones de la democracia. La responsabilidad mayor, naturalmente, es del Gobierno. Pero no parece que, tal y como están las cosas, o al menos como la sienten los ciudadanos, la oposición, y la izquierda en particular, puedan hacer fácilmente dejación de sus responsabilidades.

Después de la aprobación de la Constitución y de los estatutos vasco y catalán, la democracia española está sufriendo un gravísimo proceso de deterioro, caldo de cultivo para todo tipo de involuciones que no necesariamente han de presentarse de manera decidida y espectacular. Debería ser exigencia prioritaria de todas las fuerzas políticas democráticas detenerlo. No está sucediendo así, y a menudo se diría exactamente lo contrario. Aquí se están constantemente tirando piedras sobre el propio tejado democrático en la ficción de que se trata del tejado del vecino. Inmenso error. El país es una techumbre que si se hunde nos aplasta a todos. No parece entonces lícito que, en lugar de ponerse de acuerdo para arreglar las constantes goteras, los políticos se dediquen a entretenerse con las piezas sueltas de un puzzle que, visto desde cada particularidad, no va a tener nunca solución.

Pedro Altares periodista, colaborador de varias publicaciones, estuvo vinculado a la revista Cuadernos para el Diálogo desde su fundación, en 1963, y la dirigió en su última etapa, hasta su desaparición en octubre de 1978.

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