El Estado de las autonomías / 1
La organización de un Estado descentralizado, en que pudieran ser constitucionalmente atendidas las exigencias planteadas por «el carácter plurinacional y plurirregional de España» era una aspiración común de las organizaciones políticas de vocación democrática -lo que entonces se llamaba «oposición democrática»- que, desde 1976, trataban con el Gobierno acerca de los proyectos de la reforma política. En un documento de aquellos meses, la llamada Comisión de los Nueve analizaba el tema, solicitando ya entonces o el restablecimiento de los Estatutos de Autonomía de los años treinta, o la creación en Cataluña, Galicia y el País Vasco de mecanismos institucionales que garantizaran «el proceso de recuperación plena de las autonomías». Al mismo tiempo se proclamaba que «para la justicia y estabilidad democrática» era precisa la constitución de un Estado que asumiera la pluralidad de España. Esa pluralidad de España es, se decía, «una realidad histórica que las fuerzas democráticas se comprometen a mantener y defender».Este sentir era compartido por el Gobierno de la transición, que, desde una fecha tan temprana como diciembre de 1976, se había manifestado expresamente en una línea convergente con la apuntada por la oposición democrática. El 20 de diciembre de 1976, el presidente Suárez pronunció en Barcelona un importante discurso político en el que se definen conceptos que, dos años más tarde, serían recogidos y desarrollados en la Constitución. A él pertenecen estasTrases: «Al pueblo de Cataluña quiero decirle que sus aspiraciones son contempladas desde el Gobierno con realismo y afán de solución. Sabemos que tenemos que contemplar seriamente varias perspectivas: la derivada de la pujanza de las tradiciones, la lengua, la cultura, la idiosincrasia y las peculiaridades de toda índole, así como el regionalismo entendido como solución racional a la descentralización administrativa.»
Pero no pensaba el Gobierno en una simple descentralización. Por el contrario, el presidente elevaba el tema a nivel político: « La región, como unidad, ha de satisfacerlas legítimas aspiraciones de afirmación de la personalidad de los pueblos, pero tiene que ser, además, un modo y un medio para la eficaz prestación de servicios públicos y para el progreso de la nación entera.» «Institucionalizar la región», decía el presidente del Gobierno, «no es sólo una necesidad de la hora presente, sino un reto de futuro en la organización del Estado.»
A estas declaraciones se añadían como objetivos concretos de la política del Gobierno: el reconocimiento de la realidad regional, y de la región como entidad autónoma de decisión y gestión de sus propios asuntos en el marco de la unidad de España, e igualmente la creación de los instrumentos formales necesarios y de las condiciones legales precisas para que una representación popular auténtica pudiera decidir la forma y modo de articular las personalidades regionales. El hecho catalán, o la cuestión política catalana, no debería afrontarse como un caso aislado, sino como un factor político esencial dentro de una concepción del Estado que se apoyaría en los principios de universalidad, igualdad, solidaridad, autonomía, pluralidad de las formas regionales y respeto a la voluntad del pueblo de España.
Los primeros hechos
Casi un año más tarde -el 24 de octubre de 1977-, el mismo presidente Suárez dió posesión, también en Barcelona, al presidente de la Generalidad, Josep Tarradellas. «No concebimos la autonomía», dijo entonces, «como algo que viene a romper la unidad de España ni del Estado español. Es, por el contrario, un fenómeno de profundo sentido político que puede y debe superar el carácter centralista y uniforme de la organización de nuestra vida pública. La autonomía supone la responsabilidad y la capacidad de un pueblo para autogobernarse en las materias que determine la Constitución.» Al mismo tiempo, afirma que la Constitución permitiría la regulación estatutaria de esas materias.
El retorno de Tarradellas no sólo era un primer paso de gran alcance político, sino que revestía un carácter simbólico de dimensiones históricas, en el marco de la nueva Monarquía. «Como dato histórico que ya ha sido destacado», proclamaba el presidente Suárez en Barcelona, «hay que decir que si fue Felipe V quien firmó el decreto de nueva planta que anulaba las instituciones autonómicas catalanas, ha sido el rey don Juan Carlos I quien las ha devuelto. La cuestión catalana queda así excluida de cualquier matiz partidista y situada en el verdadero nivel en que deben de ser tratadas las cuestiones autonómicas como asuntos de Estado.»
La vocación de la Corona
Hay, en efecto, unás palabras del propio don Juan Carlos I altamente significativas y anteriores a las que se acaban de recordar. En el mismo momento de asumir las responsabilidades de la Jefatura del Estado, el 22 de noviembre de 1975, don Juan Carlos había diseñado en su primer mensaje el cuadro general de la nueva Monarquía, con palabras que expresaban la posición de la Corona respecto de la diversidad de los pueblos de España, y representaban un compromiso inicial del reinado que se inauguraba:
«Un orden justo, igual para todos, permite reconocer dentro de la unidad del reino y del Estado las peculiaridades regionales, como expresión de la diversidad de pueblos que constituyen la sagrada realidad de España. El Rey quiere serlo de todos a un tiempo y de cada uno en su cultura, en su historia y en su tradición. »
Esos propósitos, repetiría el Rey el 27 dejulio de 1977 en la sesión de apertura de las Cortes Constituyentes, deberían ser hechos posibles por la futura, Constitución: «La Corona desea -y cree interpretar las aspiraciones de las Cortes- una Constitución que dé cabida a todas las peculiaridades de nuestro pueblo y que garantice sus derechos históricos y actuales.» Y más adelante, «desea también la Corona el reconocimiento de la diversa realidad de nuestras comunidades regionales y comparte en este sentido cuantas aspiraciones no debiliten, sino enriquezcan y hagan más robusta la unidad indiscutible de España».
Así, pues, el propósito inicial de la Corona había sido manifestado ya en 1975. El Rey lo ratificaba en la solemne inauguración de las Cortes Constituyentes, en julio de 1977. Se trataba de configurar un marco histórico y nacional en que se podrían albergar las viejas y nuevas aspiraciones de los diversos pueblos de España, representadas por las fuerzas democráticas vencedoras en las elecciones. La proclamación de ese mismo espíritu por el Gobierno de la transición constitufa un verdadero compromiso político. Consecuencia lógica de todo ello sería el reconocimiento del principio de las autonomías, como eje inspirador de la organización territorial del Estado, en el Título VIII de la Constitución.
El texto de la Constitución
La gran novedad de la actual Constitución española se halla, en efecto, en su título VIII, que regula la aplicación al conjunto de España del principio de la autonomía.
Los parlamentarios de 1978 partieron del texto y de los conceptos de la Constitución republicana de 1931. Igual que entonces, se proclama ahora la autonomía municipal, la de las provincias concebidas como agrupación de municipios -mancomunidad se había dicho en 1931-, y se dibuja una organización territorial del Estado que ha de representar una distribución del poder político entre los órganos centrales del Parlamento y del Gobierno -gestores de la soberanía nacional, que reside en todo el pueblo español- y los de las comunidades autónomas. Estas pueden formarse al amparo de la Constitución, bien por agrupación de provincias limítrofes «con características históricas, culturales y económicas comunes», bien por los territorios insulares, bien sobre la base de provincias individuales «con entidad regional histórica», e incluso por territorios no integrados en la organización provincial (artículo 144 b), como serían Ceuta y Melilla y, en su día, Gibraltar.
No se trata de una meÍa desconcentración de las facultades de los órganos de gobierno del Estado ni de una descentralización administrativa. Las comunidades autónomas podrán, según las materias, legislar por sí mismas y para su territorio o aplicar y desarrollar la normativa general del Estado, así como gestionar servicios y actividades que en otro contexto político serían competencia directa del poder central. Habrá en ellas verdaderos órganos de gobierno, así como Cámaras representativas ante las que aquéllos respondan de su gestión y que además dicten o aprueben verdaderas leyes -de plena aplicación en el ámbito territorial correspondiente- en relacion con asuntos públicos de su competencia.
Autonomía: un principio político
El principio de las autonomías ha sido una de las más destacadas aportaciones ideológicas del proceso constituyente, reflejada en el propio texto de la Constitución. De ese principio puede afirmarse lo siguiente:
1.º Corresponde a una aspiración generalizada de toda la nación, expresada de diversos modos por la casi totalidad de las fuerzas políticas.
2.º Configura un marco de Estado que hace posible la solución -o el encauzamiento- de las cuestiones planteadas por los poderosos movimientos nacionalistas de Cataluña y del País Vasco.
3.º Representa una modernización del Estado democrático, con una oferta de respuesta válida para problemas que son comunes a los países europeos de nuestro entorno sociocultural.
4.º Permite la creación de un sistema dinámico de equilibrio entre los poderes locales, regionales y nacional, concebidos como elementos o piezas vivas de un solo Estado.
5.º Significa una aceptación positiva de toda nuestra historia nacional, que comprende no sólo las antiguas tradiciones, sino también el más reciente proceso de formación del Estado moderno en España a lo largo de los últimos 150 años.
6.º Posee la capacidad potencial de despertar las adormecidas energías españolas y de movilizar y concertar voluntades para una empresa nacional, cuyas progresivas realizaciones queden próximas a los ciudadanos, haciéndoles sentirse partícipes de la tarea colectiva de construir una democracia fuerte que ampare y garantice sus derechos, sus libertades y sus más inmediatos intereses.
Antecedentes y perspectivas
Al mismo tiempo, el principio de las autonomías, por su propia naturaleza, es susceptible de ser aplicado de modo coherente y a la vez diversificado para su acomodación a las distintas realidades locales, insulares, provinciales y regionales del territorio nacional.
Con ello se abre paso a una forma de Estado nueva en la experiencia española general del siglo y medio último, para la que no existe más precedente efectivo que el parcial, incompleto y efimero de la Generalidad de Cataluña bajo la II República, ya que sólo a título de remota justificación histórica pueden aducirse las estructuras de la Monarquía española del antiguo régimen. El Estatuto vasco de 1936, como es sabido, sólo llegó a ser aplicado -y provisionalmente- en una paíte del territorio de Euskadi y en plena guerra civil.
Algunos otros antecedentes de autonomía administrativa se habían dado en España en época coptemporánea en los territorios catalán y vasco. Durante diez años -de 1913 a 1923- la mancomunidad de las diputaciones de Cataluña fue una realidad administrativa importante y eficaz bajo la inspiración del nacionalismo catalán. Pero una realidad que sus promotores y gestores concebían como una etapa pacífica de transición a una verdadera autonomía política. Esta vocación, profundamente sentida por personalidades de diversa significación ideológica, justificaba el hecho de la mancomunidad, a la vez que era expresión de la conciencia de la propia identidad diferenciada del pueblo catalán, que caracteriza a los más significativos exponentes de la cultura y de la vida política de Cataluña.
También en el País Vasco, incluso después de la abolición de los fueros en los dos momentos de 1839 y 1876, se había conservado hasta 1937 una cierta y netamente diferenciada autonomía administrativa de las tres provincias, aunque sólo fuera por la vía de los conciertos económicos de sus diputaciones forales con el Estado central.
Pero el planteamiento de la Constitución de 1978 difiere no sólo de los de las autonomías administrativas, sino también de los otros modelos históricos autonómicos de España. Elementos o piezas de sus estructuras se hallan en otras experiencias de nuestro pasado, nacional, aunque no sean exacta reproducción de ninguna de ellas.
Es cierto que el nuevo Estado de las autonomías está destinado a ofrecer semejanzas funcionales con algunos de los modernos Estados que se llaman federales, como el bund de la Alemania Occidental. No es menos cierto, sin embargo, que en el orden de los principios de la filosofía política se distingue claramente de ellos y dista mucho más todavía de las federaciones o confederaciones de Estados, como Norteamérica o Suiza, acercándose más bien al Estado regional previsto por la vigente Constitución de la República italiana.
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