La imaginación y la inteligencia, al poder en la Iglesia
¿Será posible en este país a un hombre medianamente inteligente hablar todavía bien del papa Wojtyla? ¿Le estará todavía permitido a un teólogo proferir una palabra pacífica, serena y esperanzada después de haber asistido a lo que se ha llamado el nuevo proceso a Galileo? ¿Y, sobre todo, será posible llevar a cabo tamaña empresa sin quedar automáticamente secuestrado por quienes siguen empeñados en que las aguas vuelvan al molino y a la molienda de siempre? Ni más ni menos ese es el quijotesco intento que yo quisiera llevar a buen término.Sobre brezos y breñas hay que saltar en este país para alcanzar tierra limpia en el tema, porque llevamos veinte años de incapacidad nacional para establecer comunicación con Roma. Porque lo que ahora vivimos respecto de este Papa polaco, risueño y popular, agitador de masas y creyente sin temores, lo vivimos antes, con la misma torpeza, respecto de Pablo VI, hombre liberal como pocos, demócrata de talante personal y de herencia familiar, fino detectador de tiempos y aires, dubitativo por perspicaz, parsimonioso en las decisiones por lejano a los simplismos y por su hondo sentir ante la complejidad histórica. Nuestros embajadores de diverso orden y calaña fueron a Roma queriendo cantar en el Vaticano lecciones de sabiduría, con gestos de violencia unas veces y de petulencia otras, justamente allí donde acumulada y cernida queda la harina sapiencial del Lacio y de Roma y luego de todos los siglos de Occidente.
Yo he hablado repetidas veces con este hombre: una, hace años, cuando juntos reflexionábamos, primero, sobre las relaciones entre teología y magisterio; después, cavilando ambos sobre san Juan de la Cruz. Hace pocas semanas el diálogo volvía sobre otro tema: la fe y la inteligencia, el sentido y misión de la universidad. Como buen universitario, el nombre de Salamanca le traía el recuerdo de su cátedra en Polonia, las empresas que desde ella había alentado, y el diario bregar entre una búsqueda de humanidad más rica y fecunda pensada desde la abertura al Misterio o por el contrario pensada exclusivamente desde la referencia a la tierra y al hombre.
Y, sin embargo, confieso que, como español, no supe esta vez situarme ante él, ni él ante mí. No, no fue fácil establecer la comunicación. Porque España no se entiende; no la entiende él, que la supuso quizá como el polo occidental católico relativo al otro polo oriental: Polonia. No la entiende en este súbito giro reciente, que nuestras cabezas espirituales no han sido capaces de explicarle desinteresadamente. Cabezas distintas y distantes. Y en tercer lugar, porque la prensa de este país es la más desenfadada de Europa frente a él: con una distancia y enseñoreamiento frente a su persona que. por un lado, rayan en el cinismo de quien desprecia cuanto ignora o no responde a sus viejas evidencias; y, por otro. en la obsequiosidad aturdida o interesada de quien sólo espera ser confirmado en sus temores Y prevenciones frente a la modernidad.
Este Papa está siendo víctima de todas las asechanzas y pasto de todos los temores. La Iglesia tiene que entrar hoy en la real fase de su pretendida conversión: ¿estará dispuesta realmente a que el Vaticano II sea verdad verdadera, ni tolerado como mal menor por unos, ni tolerado como mero trampolín por otros, en orden a saltar a opciones, decisiones y creencias que eran las que realmente intentaran y que entonces, por temor o no clara percepción todavía, no se atrevieron a formular? Esta es la verdadera cuestión, que como objetivo se propuso Pablo VI, y que llevó a cabo en el dolor enhiesto del gigante derribado por los años, a la vez que por tanta tarea.y tanta esperanza viva.
El cambio de los tiempos
Y ese es también el objetivo de Juan Pablo II. Con una grande diferencia: ni los tiempos son los mismos ni es el mismo carácter. Lo que en 1965 podía ser proclamado como una virginal y fecunda posibilidad, debe ser ahora proclamado con el tesón y la perspicacia de quien sabe que una matriz puede entrañar abscesos, abortos o criaturas vivas y recias. Lo que entonces eran proclamaciones tan sonoras como ingenuas, en muchos casos son ahora determinaciones con peso jurídico, que suscitan dura resistencia por parte de poderes e instituciones.
¿Quién no recuerda aquel ingenuo tipo de discursos sobre «la Iglesia y el mundo» de los años conciliares, cebándose sobre la incapacidad de la Iglesia para anunciar el Evangelio a un mundo que se le creía anhelante, dispuesto a convertirse, dejándose bautizar e iniciando un camino de penitencia? Pobres ingenuos. El mundo, es decir, no sólo la naturaleza en cuanto creación de Dios, la esperanza humana y el natural anhelo de plenitud, sino ese hombre concreto bajo el poder y el pecado, esas instituciones de dominación y de lucro: todos esos han rechazado, rechazan y rechazarán siempre el Evangelio. Cuando es anunciado con suavidad adularán a los mensajeros y cuando es proclamado con entera claridad los llevarán a prisión o al martirio. Ni el mundo, ni las propias personas e instituciones de Iglesia nos dejamos fácilmente juzgar por el Evangelio y convertirnos. Y esa es la pregunta, a filo de navaja, hoy: ¿está la Iglesia dispuesta a creerse el Concilio, a dejarlo pasar a su vida, intereses y actitudes; dispuesta a una conversión a Dios y a los hombres que como todo seguimiento de Cristo incluye persecución, superación del egoísmo y desprecio en este mundo? Y este lenguaje no lo entenderá sin más nunca ni el mundo ni el hombre no convertido.
¿Cómo entender humanamente al papa Wojtyla? Yo creo que tres dimensiones le son constituyentes: es un veterano actor, autor y profesor. Y eso sigue siendo en Roma. Como actor, tiene capacidad y necesidad de masas para las que crea un texto no sólo doctrinal, sino, ante todo, estético. Como autor que fue y sigue siendo, quiere re-crear y re-presentar la realidad viva de la fe como fuerza generadora de humanidad; quiere transmitir la confianza de un Evangelio que transforme la existencia de quien se abra confiadamente a él: quiere reconstruir la Iglesia, reponiendo esas piedras que parecían estar arrancadas ya al edificio y puestas en almoneda. Porque es autor quiere aumentar la fe y acrecentar la vida, y justamente por ello, nada más que por ello, tiene autoridad: la de la fe limpia, de la esperanza generosa, de la caridad acogedora. Como profesor, vive de un ideal y de un «logos» al que se confiere, en el que confía y que profesa. Por ello es un hombre libre, que cree en la inteligencia, en el arte, en el deporte; que se centra en su celda o se va a la montaña.
La triple tentación
Pero esa triple grandeza: actor, autor, profesor, alberga su triple tentación. La primera, concentrarse en tal forma en el papel que representa ante el público, que o bien ignore a éste prendado de sí mismo o bien sea esclavo de él. La segunda, considerar que la fe se acrecienta sólo creando confianza para unos mediante la reafirmación de costumbres o de hábitos, y no abriendo nuevos cauces, mayor libertad y nuevos riesgos para otros. La tercera, seguir pensándose profesor, cuando ser obispo, incluso obispo de Roma, es algo mucho más y mucho me nos a la vez, sencillamente distinto. La autoridad del testimonio no es la autoridad del técnico o del sabio. ¿No es un gran don de Dios para la humanidad el encontrar un luchador para que los hombres no sucumbamos al placer como ideal de vida, al poder de la técnica como solución al problema del sentido de la existencia, a la superabundancia y engreimiento de los países ricos que tienen como fundamento la pobre
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za, dominación y agotamiento de los países pobres? ¿No es un signo vivo levantado en la Iglesia, que a todos invita a creer, amar, evangelizar a los pobres, a los pueblos y masas más allá de todo elitismo y selección propia del poder?
Confieso que hasta ahora no he leído nada normativo para todos, salido de su boca o de su pluma, que no pueda con gozo asumir. Pero a la vez confieso que no estoy dispuesto a que determinadas corrientes quieran secuestrarlopara su uso particular; que rechazo esas lecturas hispánicas despreciativas e inquisitoriales uñas, las primeras en lanzar excomuniones e insultos; apropiativas y anquilosadoras otras, que quieren hacer de él un pío polaco, tradicional por no comunista, antimoderno por fiel al Evangelio.
El Papa actual, ningún Papa nunca es la Iglesia por sí solo, ni la fe ni el cristianismo; ni asegura contra ningún incendio, ni funda la perpetuidad de la Iglesia, ni su verdad o fecundidad históricas por sí solo. El y todos con él vivimos, a la vez que en fe y esperanza, en tentación, peligros y limitaciones ante Dios, ante los hermanos y ante nuestra conciencia. Yo, porque creo en Dios, en el Dios de los límites afirmados en su humana encarnación, soy optimista. La fe me posibilita y me obliga a esperar en amor, a acoger sin malevolencia, a colaborar en gratitud, a disentir en obediencia. Por ello mi salutación optimista no es la del ingenuo que desconoce, sino la de quien sabe demasiadas cosas, pero a la vez que noticias, rumores y disgustos de este mundo, cree en Dios y se confía al Espíritu de Jesús.
A Juan Pablo II le ha tocado firmar el acta final de un proceso de Küng. El ni lo ha hecho, ni lo ha deshecho. Pasado el dolor que hiere a Küng y con él nos hiere a todos en la Iglesia, hay que plantearse las cuestiones objetivas. Porque ser cristiano, ser seguidor de Jesús de Nazaret y formar parte de la comunión católica, es algo con contenidos positivos, con valores específicos, con exigencias concretas: todo ello hay que decirlo a la vez que se reclama para Küng y para todos justicia y caridad.
Decisiones significativas
Juan Pablo II ha tomado las tres decisiones más significativas de los últimos decenios: nombrar arzobispo de Bruselas a J. Danneels, profesor de la Universidad de Lovaina; arzobispo de Milán, a C. Nartini, rector del Instituto Bíblico y de la Universidad Gregoriana: y obispo de león, a F. Sebastián, rector de la Universidad de Salamanca. Quien conozca la bilingüe capacidad de concordia del primero en Bélgica dividida; el prestigio filológico internacional dentro de las comisiones bíblico-ecuménicas del segundo, y la serena, perspicaz y generosa gestión universitaria y eclesial del tercero, ése ¿puede todavía con razón seguir creyendo a cierraojos a determinados agoreros de este país?
A la luz de estos signos, que no niegan otros, pero que quisieran a la vez obumbrarlos e iluminarlos, yo espero que con Juan Pablo II en la Iglesia católica, y muy especialmente aquí, en España, la imaginación creadora y la inteligencia fiel lleguen no al poder, sino a ser autoridad, es decir, a establecer las claves del servicio eclesial y de la fe en nuestro mundo.
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