Música para niños, el negocio del siglo
Desde hace un par de años, una especie de pasmo infantil se cierne sobre la música patria. Quien observara el Especial de Nochevieja que perpetró Radiotelevisión Española o haya soportado la página infantil del programa Aplauso habrá comprobado cómo se les intenta lavar el cerebro a los niños para que los padres consuman en su nombre.La cosa comenzó hace tiempo, cuando varias casas discográficas empezaron a engrosar sus arcas con el montante de las ventas que realizaban Gaby, Fofó y Miliki, o series televisivas como La Abeja Maya o Heidi. Dado que el vehículo de información principal para los niños es la televisión, resulta obvio que este es el mejor medio para excitar su todavía incipiente consumismo, bien que este se manifieste siempre en delegación paterna.
Sin embargo, aquello de las series televisivas era un suceso esporádico y algún astuto directivo debió caer en la cuenta de que era mejor crear artistas susceptibles de ventas continuadas en el tiempo. Así surgió Enrique, un chaval que no es precisamente un niño, pero que, en unión de Ana (algo más tarde), consiguió un éxito de ventas importantísimo con una versión del Limbo rock que habría de llamarse Hula hop. Poco más tarde haría su aparición Teresa Rabal, que en vista del escaso éxito habido en compañía de su esposo, Eduardo Rodrigo, se lanzaría al género niñil con unos enormes muñecos que hacían bonito. No hay que olvidarse en este género la presencia multinacional, en forma de Padre Abraham y sus pitufos. Este presunto padre no es más que una patente que una serie de señores se encargan de representar en diferentes países, y así, por el arte del marketing, tanto los japoneses como los alemanes o los españoles tienen ocasión de sufrir al mismo tiempo sus bonitas canciones.
En todo esto hay verdaderos desaguisados, como aquel que presenta a Pedrito Fernández cantando rancheras horribles, o a Tito y Tita, que hacen lo mismo, pero como hermanos. Los Nins van de familia Trap a la española de hace diez años, mientras al dúo Botones les ponen vestidos de cuestionables don Quijote y Sancho, para aprovechar la coyuntura, y a los pobres Parchís nos los ponen de rasos coloreados para cantar con fruición las sexualmente ambiguas canciones de Village People, entre otras. También están Caramelos y engendros foráneos como Chantal Goya y algún otro.
El problema no es que sean malos o buenos, aunque más bien ocurre lo primero. Lo peor es que se utiliza a un sector social: los niños. No es cuestión de ponerse moralistas, es simplemente una cuestión de publicidad que se dirige a una escucha sin apenas posibilidad de contestación o resistencia. Está bien que los niños se lo monten. Lo que no está tan bien es que unos pocos mayores se aprovechen del montaje.
Babelia
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