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El segundo de a bordo

Quizá sea ley de vida que todo protagonista de la política lleve siempre consigo un segundo de a bordo. Un segundo que sea algo más que un hombre de confianza, alguien a quien se le pueda dar la llave del pensamiento más recóndito, el más seguro cumplidor de misiones difíciles y delicadas que el jefe no pueda hacer por sí mismo sin arriesgar su fama. El segundo debe ser de tal fidelidad, en suma, que en caso de fracasar en la empresa que le encomiendan asegure hasta su muerte que fue idea suya y jamás de quien le mandara...Pero el segundón tiene también otra misión quizá más importante, que consiste en servir de pararrayos para todas las tormentas que amenazan a su dueño. Gracias a él el fervor multitudinario por el jefe encuentra siempre una excusa cuando el comportamiento de éste no corresponde a lo que se esperaba. Entonces, entre la admiración anterior y la constancia de algo erróneo, se acude a una explicación lógica y natural. No, si él es bueno, noble, generoso, pero el otro... El otro pudo ser, por ejemplo, el duque de Lerma con Felipe III, el conde duque con Felipe IV, el padre José (cuyo hábito dio motivo al título de eminencia gris con que desde entonces se ha llamado el consejero entre sombras) con Richelieu...

En la época moderna los ejemplos se multiplican. Los errores, las crueldades de Hitler, se debían a Himmler, los de Stalin a Beria, los de Mussolini a Ciano...

Y Franco tenía a Carrero Blanco. De rostro duro que reforzaban gruesas cejas, de aspecto áspero -no recuerdo ninguna fotografía en que estuviera sonriendo- podía explicar a los franquistas cuya admiración por el Caudillo no restaba sentido común, los fallos en la actuación del Gobierno. Hoy la propaganda es tan adversa que no se valora la cantidad de gente que veía en Franco un hombre bien intencionado y suave, engañados muchos por la voz débil y la poca violencia de su gesto en los discursos. «Hay muchos que creen que Franco es bueno y tonto», observaba Agustín de Foxá, enfant terrible del régimen, «pero la verdad es que es listo y malo.» Los que no lo creían así, creían en un mando dual: la rigidez estaba representada por Carrero, el que despidió a los obispos españoles que iban al concilio Vaticano II recomendándoles que no olvidaran que «España ha sido siempre martillo de herejes», el de la esposa que tras ver El círculo de tiza caucasiana forzó la prohibición de la obra. En el otro lado, Franco, muy por encima de estos detalles, comprensivo y amable, a veces ignorante de lo que ocurría... (las memorias de su primo, Franco Salgado, muestran claramente que ignoraba sólo lo que le convenía).

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El segundo de ahora se llama Abril Martorell. Coincide con Carrero en la dureza de expresión y en el vello que ahora en lugar de concentrarse en las cejas, se extiende por toda la cara para regocijo de los Peridis y Martinmorales... Su misión, igual que en los casos anteriores, consiste en aparecer como el antipático del grupo gubernamental, asomarse a la pantalla chica sólo para dar disgustos. Tampoco tiene la sonrisa fácil.

Realmente no cae simpático, y aun si lo fuera, la misión que le han encomendado -la economía española- es para agriar cualquier carácter de quien sabe que anuncia medidas impopulares; el que recibe esta información, aun sin quererlo, le da la culpa de las restricciones que aumentan y de los gastos que se multiplican. Dicen que Suárez tendría que salir más en TV; a mí me parece muy bien que no lo haga... Para dar malas noticias -las últimas que hay últimamente- lo mejor es que salga su segundo y que la gente asocie la desilusión con su cara, nunca mejor dicho, de pocos amigos.

Una cosa curiosa en el caso de los segundos, es que siendo en principio los delfines, jamás son los herederos; parecería lógico que, tras servir lealmente a un jefe y estar totalmente compenetrados con la política que este lleva, a la desaparición más o menos forzada de éstos, subieran al podio para mantener una tradición que tanto se han sacrificado en mantener. Y no ocurre así. Los Lerma, los Olivares, los Ciano, los Carreros, mueren antes que sus señores. Himmler intenta suplantar al führer sin conseguirlo, Beria querrá mantener en su provecho la organización de terror creada al servicio de Stalin y perderá la partida y la vida a manos de otros ambiciosos de poder.

Hubo una excepción en este destino del segundón siempre cerca del poder y tan alejado al mismo tiempo. Esta excepción fue la del vicepresidente de Nicaragua, Urcuyo. Cuando la caída de Somoza era inminente, tras las presiones de su antiguo protector, Estados Unidos, se buscó una salida para salvar las apariencias. Somoza dimitía y automáticamente tomaba el poder el vicepresidente que, a su vez, dejaba de serlo al entregar el mando a los sandinistas. Con ello se mantenía una ficción constitucional y al mismo tiempo se impedía que el ex presidente tuviera que ponerse en contacto con sus enemigos mortales para la cesión de la autoridad.

Este fue el plan acordado por todas las facciones en lucha. Y de pronto saltó la sorpresa. En el discurso inaugural de su mandato Urcuyo, en vez de mencionar discretamente su papel de puente y de enlace entre dos situaciones, lanzó una proclama que podía haber firmado el Somoza de los peores tiempos. Pidió al pueblo obediencia a su alta magistratura y a la Guardia Nacional, cuyos componentes ya estaban buscando refugios en el interior y el exterior del país, les recordó el deber de luchar con tesón contra los comunistas que intentaban acabar con la paz idílica nicaragüense. El mundo se llenó de estupor y Washington llamó a Somoza, a Miami. ¿Qué pretendía? ¿Un doble juego? ¿Quería perder su status de refugiado?

Somoza telefoneó a Urcuyo con la misma aterrada curiosidad. ¿Se había vuelto loco? ¿Qué quería, que fueran los marines a ayudar a los sandinistas?

Urcuyo bajó de su nube, dimitió, se desterró. Pero su extraña aventura me impresionó por lo que tenía de humano. He aquí a un segundón perenne, entregado en cuerpo y alma a los Somoza, sabiendo que siempre tendrá que estar entre bastidores, que el jefe del Estado será siempre un miembro de la familia, aunque pueda darse el caso improbable de que un día sea designado sólo interinamente, para ocupar el cargo soñado. Y un día... resulta presidente. Estoy seguro que aceptó a sabiendas de lo que se esperaba de él, que tenía conciencia de que se trataba solo de quedarse el tiempo suficiente para pasar el testigo... Y, sin embargo, cuando le pusieron la banda presidencial todo lo tratado desapareció en la memoria. ¡Era presidente! ¡Las brujas de Macbeth habían acertado! El sueño se había convertido en realidad. Y en vez de las palabras pacatas y poco comprometedoras que se esperaban de él surgió una encendida proclama, la proclama que tantas veces había imaginado y quizá escrito y guardado en el cajón de las fantasías.

«Ciudadanos de Nicaragua... En el momento en que asumo la presidencia de la República llamo al Pueblo para que, agrupado a mi lado ... »

Un discurso que no le iba nada a un mandato que iba a durar pocas horas. Pobre Urcuyo. De todos los segundones que conoce la historia, éste, aún sin derramamiento de sangre, es quizá el más dramático.

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