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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Crisis, ¿para qué?

LOS ACTUALES rumores sobre una crisis inminente de Gobierno no parecen tener demasiado fundamento y, lo que es peor, no tienen apenas interés. En efecto, en un régimen constitucional y parlamentario como el español, las crisis sólo tienen lugar cuando el Gobierno pierde una votación significativa o una moción de confianza planteada en el Congreso. Por lo demás, la posibilidad de que algún ministro sea sustituido no afectaría a la identidad de los modos de gobierno de este Gabinete, a los problemas de la dirección política del país ni al contenido de la situación en sí. En definitiva, no sería una crisis.El único relevo significativo, aparte del impensable del presidente del Gobierno, que podría realizarse ahora en el Gabinete sería el del vicepresidente Fernando Abril, y no hay nada que indique que semejante cosa pueda suceder. La funesta manía, heredada de los conciliábulos del franquismo, de querer convertir en una crisis política lo que sólo puede ser un recambio ministerial no es sólo un error de cálculo en los análisis; es, más que nada, una tontería. El poder, en un régimen democrático, nace de las urnas y de los votos, no de los cambalaches. Eso, que quizá lo olvide con demasiada frecuencia el propio Gobierno, lo olvidan mucho más la pléyade de comentaristas al uso que han verdeado por la prensa española.

La posibilidad concreta de que los ministros más incompetentes o los menos obedientes sean despedidos de su empleo por el presidente parece, por lo demás, también bastante remota, aunque, sin duda, este periódico no mantiene los lazos con el poder que otros disfrutan -o sufren- y nuestro análisis puede estar equivocado. Equivocado o no, el hecho sería irrelevante. El descontento evidente que la actividad político-económica del Gobierno provoca en círculos financieros y empresariales no parece haber conmovido lo bastante al presidente como para destituir a su fiel colaborador Fernando Abril, y las discrepancias o dubitaciones en torno a los temas de la política exterior obedecen fundamentalmente a la teoría de que estos asuntos son dominio reservado de la presidencia. En cuanto a la incapacidad del ministro del Interior para atender al orden público con respeto a los derechos humanos y a las libertades democráticas, es manifiesta; pero lo era ya antes de que fuera nombrado, y que el saldo de las recientes manifestaciones estudiantiles sean dos estudiantes muertos por disparos de la policía no implica, por desgracia, necesariamente el relevo de Ibáñez Freire al frente de las responsabilidades de este género. Sin duda, la política policial no responde exclusivamente a las manías o a los comportamientos subjetivos de sólo el titular del departamento, sino, sobre todo, al comportamiento del aparato de la Administración frente al reclamo o la protesta popular.

Todo lo dicho no evita la constatación de dos hechos sumamente reveladores. El primero reside en la evidencia de que Adolfo Suárez trata de instrumentar unos sistemas de gobierno de corte presidencialista y que apoya sus decisiones no tanto en los debates que puedan originarse en el Consejo de Ministros como en los del estrecho círculo de sus asesores personales, ninguno de los cuales tiene acceso de pleno derecho a la mesa de dicho consejo. El segundo, que varios de los ministros se vienen dedicando, desde hace semanas -en conversaciones supuestamente privadas con periodistas y círculos de opinión-, a poner en duda la capacidad del presidente como hombre de Estado para la construcción del próximo futuro. Pero esta interrogante la plantean cara a las elecciones de 1983 y no de manera inmediata.

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Quiere decirse que una crisis política en una democracia sólo es identificable cuando cae el Gobierno y con él su presidente. Esto sólo sería posible en la España de 1980, y dada la composición del Parlamento, por una disidencia apreciable dentro del partido del poder -disidencia difícilmente perfilable en la práctica- o por una indicación de la Jefatura del Estado, que no ha de producirse, a juzgar por la prudentísima actitud del Rey y la neutralidad que viene manteniendo al respecto.

En definitiva, el empeño generalizado en algunos órganos de opinión por presentar un Gobierno debilitado ante las circunstancias responde más al síndrome de los modos del pasado que a la constatación de una Posibilidad real. Con todas las críticas que quieran hacerse de su capacidad, no hay síntoma alguno, por el momento, de que el presidente Suárez pueda ser descabalgado del poder antes de las próximas elecciones generales, ni tampoco de que éstas vayan a tener un adelanto en el tiempo que resulte significativo. Las maniobras que pretendan llevarse a cabo en el seno de su partido, legítimas de todo punto, en el mejor de los casos, no podrían fructificar antes del congreso de éste de 1982. Y lo que suceda en los próximos meses, aun si hay tres o cuatro ministros que pasan a la jubilación, no va a ser definitorio para nada de los perfiles reales de las decisiones políticas.

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