Los madroños
Este periódico ha informado de que en Madrid quedan unos trescientos madroños, y que encima son flipantes. O sea, que el fruto del madroño es alucinógeno, euforizante y salutífero. He llamado en seguida a Enrique Tierno:
-Que le invito a usted a unos berberechos de madroño, profesor, para tomar con el machaquito.
Tierno se ha pegado una puerta en Moscú justo cuando por la otra puerta llegaba Stalin, ese hombre. Lo cual que nuestro alcalde le tiene prometido un madroño al de Moscú:
-Yo le envío el madroño y usted le pone el oso -dicen que le ha dicho el rojo español al ultrarrojo menchevique.
Del mismo modo que a mí me ha iniciado en las pasiones inconfesables del machaquito, Tierno quiere iniciar a los mencheviques en el flipe alucinógeno del madroño, porque lo que, la basca no ha entendido aún es que Tierno, descolgado de casi todo, vive un cuelgue personal, cegerón y lúcido, un trip hegeliano de inteligencia irónica que le lleva a ordenar cosas como esa de que, durante las navidades, los coches sólo podrán circular en la dirección que indique la estrella de Belén.
Madrid era villa de osos y madroños. A los osos -«el oso moscovita», se decía cuando la Cruzada- conseguimos extinguirlos como raza mediante unaeficaz campaña Icona que duró del 36 al 39, muy bien llevada por un general de nombre Generalísimo, y sólo nos queda ya, como reserva o coto de Doñana de la revolución de Asturias, el oso cántabroastur, que ha sido ma qui, minero y revolucionario en toda aquella cornisa, y que ahora se va extinguiendo por días, mientras Rodríguez de la Fuente hace brillantes reportajes televisivos sobre el ave del Paraíso.
En Madrid, cautivo y desarmado el ejército rojo por el Estatuto del Trabajador, según parte de guerra que firma Ferrer-Salat, no nos quedan más osos cimarrones y revolucionarios que los dos pandas del Retiro, en su dulce Gulag municipal. El oso de derechas, número uno de su promoción, generalmente, vivió su más alta ocasión en Rusia, claro, cuando Rusia era delenda, y ahora puede vérsele por las cafeterías del centro y los teatro franquistas acompañado de una zíngara, que suele ser su señora como corresponde, o su concubina, como admite Blas Piñar, por que en España, siendo país tan decente, las santas esposas se igualan con las concubinas en que a, todas las ponen de zingaras en la peluquería Rupert/Llongueras.
En cuanto al madroño, que completa la heráldica viva de la Corte de los milagros democráticos (los otros ya no funcionan, que la sangre de San Pantaleón ha perdido la fluidez sanguinolenta de la isabelina Monja de las Llagas), hay unos trescientos madroños supervivientes por Madrid, casi todos ellos en el pa seo del Prado, muy ventilados por el smog velazqueño, y es como si bajo cada uno de ellos estuviese enterrado un majo, una manola, un chispero, una bruja de Goya, un espadón, un guante de Larra o un obrerito español, obrerito valiente, que en el Prado se alza la formidable y espantosa máquina de lo que fuera virreinado sindical de Solís Ruiz. Hoy, cuando el madroño impregna la pulmonía serrana de Madrid y flipa al personal como árbol del Bien y del Mal sindicalista, o barojiano árbol de la ciencia empresarial, otra formidable y espantosa máquina, el Estatuto del Trabaidor, muñido en ese café que hay frente al Palace y que lleva con fina mano Landelino Lavilla, brinda al obrerito español nuevo cobijo, menos cruento, esperemos, que el del, paseo del Prado, aunque las huestes lumpem, que anoche escuchaban por radio la glosa del Estatuto en todas las tabernas de madrugada, tendrán que retirarse, me temo, a sus Palacios de Invierno o chabolas de Vallecas, donde voy a tener un almuerzo navideño con Llanos, Carmen Diez de Rivera y toda la basca de la teología vallecana, que es contestataria como la de Hans Küng, pero en cheli. Si este Ayuntamiento no fuera rojo, ya habría prohibido los madroños.
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