Humanismo en Nueva York
He tenido ocasión de tomar parte en el coloquio organizado por el Cornell University Medical College, en torno a los problemas que hoy plantea la relación entre las humanidades y la medicina -Conference on Changing Values in Medicine era, muy norteamericanamente, su título-, y pienso que una breve glosa de su contenido puede ayudar al buen entendimiento de la compleja e indecisa cultura de nuestro tiempo.Unos cuantos datos iniciales. Planeado y dirigido por Eric J. Cassell, profesor de Clínica Médica en la Cornell University, ese coloquio ha consistido en la libre discusión de cuatro ponencias de índole más médica, a cargo, naturalmente, de profesores de medicina, y otras cuatro de carácter más humanístico, a cargo de dos filósofos, un historiador de la ciencia y un sociólogo; discusión a la que metódicamente precedía el comentario de un coponente, «humanista» en el caso de aquéllas, y «médico» en el de éstas. La ponencia del médico Cassell, El empleo de los datos subjetivos en la práctica clínica, fue comentada por E. McMullin, profesor de filosofía; la del filósofo-sociólogo Toulmin, Nuevos modos de entender la casualidad en medicina, por un médico-filósofo, H. T. Engelhardt, y así las demás. Añadiré que a las sesiones, cinco en total y de tres o cuatro horas cada una, han asistido asiduamente entre 150 y doscientas personas, procedentes de los más diversos estados de la Unión. Hasta aquí, muy surnariamente, los hechos. Se trata ahora de saber lo que esos hechos significan.
Significan, por lo pronto, que en el país donde la tecnificación de la medicina ha alcanzado su máximo nivel, un grupo considerable de médicos ha empezado a descubrir que el saber procedente de aquélla -datos auscultatorios, bioquímicos, histológicos y microbiológicos, registros gráficos, imágenes mediante el scanner, etcétera- no basta para entender y tratar cabalmente la enfermedad humana; que, en consecuencia, a las ciencias sobre que exclusivamente venía basándose la formación intelectual del médico, las que estudian la naturaleza cósmica, hay que añadir -de algún modo, en alguna medida- varias de las que específicamente se emplean en la exploración de la naturaleza humana, las «humanidades»; y, en fin, que tal preocupación es tomada muy en serio por quienes con mayor eminencia cultivan esas disciplinas humanísticas en muchas universidades norteamericanas.
Consideremos con alguna atención la realidad más aparente. Ante un caso de apendicitis o de pulmonía, ¿qué debe hacer el médico? La respuesta es obvia: diagnosticar con rigor técnico la afección de que se trate, aplicar los poderosos recursos medicamentosos o quirúrgicos de que hoy se dispone, devolver la salud al paciente y, acto seguido, darle de alta. Si tal es el problema clínico, ni siquiera el nombre de la persona enferma tiene que conocer el galeno para ser terapéuticamente eficaz. ¿Puede decirse lo mismo cuando se trata de una de las muchas dolencias -tenga nombre propio o pertenezca al cajón de sastre, tan enorme hoy, de las «depresiones» y las «neurosis»- que por su duración debe el paciente incorporar a su propia vida? Evidentemente, no. Miremos tan sólo el lado terapéutico del problema. Ahora el médico, en colaboración, por supuesto, con el enfermo, debe inventar para éste un modo de vivir, el mejor entre todos los que la enfermedad permita, y esto le obligará a tener en cuenta la persona del paciente, y, por tanto, su peculiar instalación en la sociedad, en la historia y en su misma existencia. Siempre sucede así, si el terapeuta quiere ser realmente concienzudo y si las condiciones externas de su práctica -piénsese en la masificación de los consultorios del seguro de enfermedad- le dejan efectivamente serlo. Siempre sucede así, aunque el clínico, víctima inconsciente tantas veces de sus hábitos mentales, no se haga cuestión intelectual de ello. Pero si es de veras alta la exigencia de su mente, ¿no se sentirá movido a mirar médicamente al enfermo más allá de lo que acerca de él le dicen las técnicas exploratorias al uso, y a tener en cuenta algo de lo que acerca de la naturaleza humana enseñan ciencias como la psicología, la sociología, la antropología cultural y la ética; en definitiva, a postular una «técnica médica» nueva, en la cual queden recta y humanamente asumidas la bioquímica, el electrocardiograma y la radiografía del scanner, y una educación médica a cuyo curriculum, orientadas, claro está, hacia la medicina, tengan su parte congrua ciertas «humanidades»?
Esta y otras muchas aldabadas de la realidad con que el médico ha de habérselas han dado lugar a que en Estados Unidos haya surgido desde hace varios lustros el movimiento que allí llaman Humanities in Medicine, minoritaria plaza abierta donde se reúnen médicos, psicólogos, sociólogos, neurofisiólogos, historiadores, antropólogos y moralistas, y cuya meta es -sin la menor concesión a la retórica, la novelería o la nostalgia- la edificación teorética y práctica de una medicina verdaderamente adecuada a lo que por sí misma ella debe ser. Con métodos y saberes nuevos, está adquiriendo así nueva vida algo que hace medio siglo se iniciaba en la Alemania de Weimar y que la Alemania de Hitler segó. Dentro del marco histórico-social de ese movimiento debe inscribirse el coloquio que ahora comento.
No sólo esto significa, a mi modo de ver, la Conference on Changing Values in Medicine; significa también que acaso -acaso no me atrevo a decir más- se esté iniciando un cambio en la situación de la técnica, tal como hoy es entendida, no como la entendió el viejo Aristóteles, dentro de la vida de la humanidad. Que la técnica ayuda al hombre a hacer su vida y perfecciona e incrementa las posibilidades de ésta, todos lo vivimos y lo sabemos. Sin la luz eléctrica, el ferrocarril y el teléfono, detengámonos en las técnicas de ayer, ¿podríamos ser lo que hoy somos? Que, por otra parte, el auge indefinido de la técnica convierte al hombre en esclavo de ella, corrompe o consume el medio en que vive y alicorta o impide el vuelo de su espíritu, experiencia común y tópico cotidiano ha llegado a ser. Pocos lo habrán denunciado con tanta profundidad y tanto patetismo como Martin Heidegger. La técnica ha sometido a la humanidad al imperio absoluto de la explotación organizada; no se limita a ser «algo para hacer algo», y ha llegado a dominar al hombre; en, consecuencia, lleva esencialmente consigo la amenaza, es en sí misma amenaza. «La amenaza», escribe Heidegger, «no viene en primer término de la posible acción letal de las máquinas y los aparatos técnicos; la verdadera amenaza afecta al hombre en su misma esencia. El señorío de la técnica amenaza con la posibilidad de que al hombre le sea negada la penetración de su mente hacia un conocimiento cada vez más originario del ser, y, por tanto, la promesa del advenimiento de una verdad más radical. Donde la técnica impera hay, así, en el más alto de los sentidos, peligro.» De ahí la dura conclusión a que provisionalmente llega el filósofo: «Con el día de la técnica, que no es sino la noche del mundo hecha día, un invierno sin fin nos amenaza a los hombres. ¿Pesimismo absoluto? No, y esta es la significación del adverbio que acabo de usar: «provisionalmente». Apoyado en el posible sentido filosófico e histórico de dos versos de Hölderlin -Pero donde está el peligro, / allí nace lo que salva-, Heidegger vislumbra sibilinamente un rayo de esperanza: «Cuanto más nos acercamos al peligro, tanto más claramente se iluminan los caminos hacia lo que salva y tanto más interrogantes llegamos a ser nosotros. Porque la pregunta es la devoción del pensamiento.» Bella expresión, de la cual, en relación, al menos, con la técnica, nunca pasó su autor.
Vuelvo ahora a mi tema, y me digo si esta apertura de la mente médica hacia interrogaciones y saberes que trascienden el área de la técnica tradicional y obligan a considerar lo que en la realidad del hombre es cultura, libertad y originalidad, apertura producida precisamente en los dos países donde la técnica ha alcanzado hasta ahora mayor vigencia social, la Alemania de Weimar y Estados Unidos de la NASA, será un leve indicio del tránsito hacia una nueva situación histórica en la cual, por caminos bien distintos de los que durante los pasados siglos ha venido recorriendo el género humano, el gobierno técnico del mundo no obture el enfrentamiento del hombre con los problemas fundamentales de su existencia -qué es él mismo, qué es el universo, qué es la realidad-, y hasta lo permita y lo exija de manera inédita. Mas también cabe otra bien distinta interrogación: la reiterada e incipiente actitud de ciertos médicos americanos y europeos ante la pura tecnificación de la ayuda al enfermo, el proyecto de una humanización verdaderamente científica, no meramente bonachona y sentimental, de la clínica, la patología, la terapéutica y la higiene, ¿será a la postre un gesto bizantino en el comienzo de la «noche del mundo» y el «invierno sin fin» que temía Heidelger y, desde otros presupuestos, a gritos anuncian tantos ecologistas actuales? No lo sé. Pavesa sobre el planeta, sólo una cosa puedo hacer yo: refugiarme bajo el tenue y precario techo de un «como si», y en mi campo, muy modestamente, colaborar en la empresa de que el hombre no deje de serlo.
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