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CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE STALIN

El ex seminarista georgiano acaparó más poder del que soñaron los zares

Josep Vissarionovich Djudashvili nació hace cien años en una pequeña ciudad de Georgia, Gori. Hijo de un panadero y una lavandera, ex seminarista, tuvo el poder más absoluto que ningún hombre ha conocido en la historia. Sin teorías propias, nadie ha sabido definir lo que fundó: ¿una ideología, un sistema de gobierno o una religión? Todo y nada pudo ser. Tuvo intuición personal y política, simplemente. Y una crueldad pocas veces igualada. Lo que parece no ofrecer duda es que él, Stalin, y su método, el stalinismo, cambiaron el curso de la Humanidad.

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En Mtskheta, la catedral de Svetitskhoveli, reliquia bien conservada de estiló georgiano medieval, se practica el culto ortodoxo públicamente. En una pequeña casa, los guardianes del templo se entretienen sin hacer otra cosa que estar sentados. En la solitaria habitación, junto a su meditación y los escasos muebles, dos pequeños cuadros. Un icono de madera, con un Cristo que aguanta siglos de historia, y una foto en colores, con la cara ancha y los inconfundibles bigotes de Stalin. Eso se llama poner una vela a Dios y otra al diablo.En la actual república soviética de Georgia, encontrar retratos del hombre que también ganó la guerra mundial no es ningún hallazgo. Está en muchas partes y públicamente. En pequeñas tiendas en los almacenes del Estado, en los taxis del Soviet local y en los autobuses municipales, y este año, el pasado 7 de noviembre, también estuvo presente en un gran poster durante la parada militar conmemorativa de la revolución, en el acto celebrado en Tbilisi. Pero, sobre todo, donde se mantiene perenne el santuario es en su ciudad natal, Gori, a 76 kilómetros de la capital, antigua Tiflis, hoy Tbilisi. La gran estatua con su efigie preside la plaza donde se encuentra el edificio del Soviet local, la principal avenida se denomina Proscpekt Stalina. Un monumento de piedra protege la humilde casa donde se dice que nació, y un moderno edificio da cobijo al museo dedicado al siempre recordado hijo de esta ciudad. En los parques, jóvenes y viejos procuran peinar y mantener cuidado su hermoso bigote estaliniano. Es su legítimo orgullo parecerse a él.

En el resto de la Unión Soviética se ha borrado cualquier símbolo que le recuerde. El culto a la personalidad fue sustituido por una actitud enfermiza en destruir todo aquello que pudiera recordarle, monumentos, nombres de ciudades y calles, sus imágenes reflejadas en cuadros, objetos o retratos, los libros que llevaban su firma.

A cien años vista

Cuando estos días se conmemora el centenario de su nacimiento, su nombre está en el popular calendario soviético de pared -en 1979, por excepción- y empieza a asomar a las páginas de periódicos y revistas. Con todas las condenas que se deseen no es posible que la Unión Soviética lo ignore. Aún queda una generación que se resiste a olvidarlo, para bien o para mal Un nuevo revisionismo, ahora a favor, parece haberse iniciado. Tal vez sea un intento de hacerle el hueco que le corresponde en la revolución soviética y que le fue negado a partir de febrero de 1956, con ocasión del XX Congreso, cuando Kruschev denunció los crímenes de su antecesor.

Se llega a Gori, desde Tbilisi, por una carretera que atraviesa tierras de koljosianos, donde se producen principalmente frutas, vegetales y vino. El sol es fuerte y el terreno tiene gran parecido con la Rioja logroñesa. La ciudad está cuidada, pero mantiene esa frialdad e impersonalidad de tantas ciudades soviéticas, donde 50.000 habitantes van a sus fábricas textiles o de la construcción, se preparan en el instituto de Pedagogía, escuelas de peritaje o de música y se divierten en el Teatro Dramático o en el Museo Histórico. Además, Gori tiene un atractivo especial: la constante evocación a Stalin. Se ha convertido en lugar propicio para el turismo, y por ello el departamento correspondiente ha instalado aquí un hotel Intourist con aceptables habitaciones y un comedor donde los georgianos, que se reúnen al estilo vasco, sin mujeres, para comer y beber, compensan el fuerte sabor del borsch (sopa de verduras) y el saslik (especie de pinchos morunos de gruesos trozos de carnero) con grandes cantidades de vino tinto de la zona y numerosas botellas de champaña.

Justo en el centro de la ciudad han levantado una especie de arco de triunfo, que cubre una modesta vivienda de dos habitaciones donde vivía Vissarin, antiguo bracero y después zapatero, y su mujer, Catalina. Quien tuvo tres hijos, pero sólo conservarla a Josep, de once años, cuando fallece su marido. Soso, diminutivo de Josep; Ososelo, más cariñoso, es enviado a los catorce años al seminario teológico ortodoxo de Tiflis, donde permanece hasta que cumple los diecinueve, en que es expulsado, acusado de actividades marxistas.

En la miserable casa donde nació Soso se pueden ver aún los escasos muebles que tenían, el samovar para el té y unas fotos amarillas del trío familiar. Poco más. De su infancia triste, recordará luego el muchacho la autoridad que su padre quería imponerle, sobre todo cuando por las noches se aplicaba a la bebida del vodka. La dominación le seguiría en la monotonía del seminario, donde los sacerdotes le castigaban frecuentemente, espiaban sus conversaciones y le confiscaban sus lecturas preferidas. De entonces le nacen las obsesiones que se desarrollarían en los años de conspiración y le acorralarían definitivamente desde su llegada al poder.

Nombres para un revolucionario

Junto a las ruinas de la casa, el moderno edificio del museo, donde, con un lento recorrido, puede reconstruirse con bastante fidelidad la vida del que al cabo de los años sería Stalin. Expulsado del seminario, se adhiere al grupo socialdemócrata de Tiflis, Messame Dassy (Tercer Grupo), y durante dos años consigue trabajar en un cargo administrativo en el observatorio de la ciudad. Inicia su etapa revolucionaria en 1901, como liberado, y vive alternativamente entre la prisión y las deportaciones. Deja de ser Soso para convertirse en Koba, el Indomable, como el legendario héroe georgiano que había luchado contra los zares. Después firmarla panfletos con los pseudónimos de David e Ivanovich. La policía georgiana le conoce como Ryabal (picado de viruela) -enfermedad que tuvo a los siete años- Con el triunfo de la revolución se convertiría en «el hombre de acero», es decir, Stalin. Por último, el pueblo le llamará El Padrecito.

Junto a la dureza de dieciséis años de fatigas, hambres y heladas, empieza a sentir los deseos de venganza paralelos a los de la ambición por el poder. Es el número 3316 de los archivos de la policía secreta Okrana. Prepara ensayos sobre los problemas de las nacionalidades y dirige, en 1916, Pravda, junto a Karnenev. Ya se le conoce bien por aquel entonces, y Trotski lo define brevemente: «Bebe agua salada para aplacar la sed.» Lenin le apoya para secretario general del Comité Central, en 1922, por considerar que ése era un puesto que necesitaba de un trabajador «monótono y tedioso». Luego se arrepentiría; demasiado tarde.

El ex seminarista georgiano acaparó más poder del que soñaron los zares

Con el triunfo de la revolución empieza a aparecer en fotos junto a los famosos revolucionarios, siempre muy en segundo término. Es humilde, aparentemente, ante Lenin, y deja hacer a Trotski, Kamenev y Zinoviev, para luego eliminarlos físicamente y mantener el poder absoluto.Vida sexual sana

En el archivo de fotos también observamos representativas ausencias. Aparece una bella muchacha, Catalina Svanidze, su primer mujer, que murió en 1909 y a quien amó mucho, y del hijo de ambos, Iacha, que se crió con la abuela Catalina Dugachvili, y fue fusilado por los alemanes en un campo de prisioneros de guerra ruso. La muerte de Catalina le afectó mucho. «Esta mujer ha muerto, y con ella he enterrado mis últimos sentimientos hacia la Humanidad», dijo; es posible que así fuera.

También está allí Ueva Nadejda, Nadia, veinte años más joven que él, hija de un amigo suyo cerrajero de Petersburgo, en cuya casa -donde se reunían los conspiradores- la conoció. Nadia, ya casada y viviendo en el Kremlin, iba a su trabajo de obrera, en una fábrica textil, en el autobús. De costumbres diferentes a las del duro hombre del Cáucaso, ella y Stalin estaban profundamente separados por las ideas políticas, y con frecuencia reñían, en presencia de sus dos hijos, Svetlana y Basilio. La situación familiar es insostenible. El 5 de octubre de 1932, Nadia telefonea a su marido al despacho del Comité Central y, después de una amarga conversación, se dispara un tiro al corazón. «Muerte repentina por peritonitis», fue la versión oficial. «El la mató», se ha dicho. Stalin la acompañó a pie hasta el cementerio del convento del Noveidievitchi, donde ahora está enterrado también Kruschev, y colocó sobre su tumba un magnífico monolito de piedra.

Svetlana

Otra ausencia: «Svetlana está en América. No hay ningún recuerdo suyo», nos dice la guía. Pero tuvo su gran significado en la vida del político soviético. Cuando, en 1932, nuevamente se queda solo, se refugia en su hija, quien conserva de su madre la imagen de mujer inteligente y dulce. Padre e hija iban frecuentemente al cementerio, que quedaba cerrado y vigilado por agentes de la NKVD (ahora KGB), y allí se pasaban las horas en silencio. Pero el dolor fue compensado pronto por un nuevo matrimonio, en 1934, con Rosa Kaganovitch, que transformaría la manera de vivir de Stalin, hasta entonces hombre de poco reposo. Modernizó la dacha gorinka. «La puso modestamente, como la de cualquier millonario americano», situada a pocos kilómetros de Moscú. Alrededor se construyó un fortín, en medio de varios edificios, para albergar a los cincuenta guardias personales que a través de torretas con miradores mantenían la seguridad.

Una institutriz francesa cuidará de Svetlana y Basil. Rosa organiza recepciones dos veces por semana, y ello le proporciona colaboradores y devotos a su marido. El grupo de Rosa, de Nidji-Novgorod, lo forman su hermano Kaganovitch, Molotov, Bulganin, Mikoyan, Ponomarenko, Chepilov, Suslov y los que incorpora el propio Stalin, entre sus conocidos jóvenes, Andreev, Malenkov, Chtchesbakov, Kosiguin, Kruschev y Kirosv. El dictador se acostumbra a ir a recepciones y espectáculos; deja, como antaño, de estar recluido, pero también esta unión se termina, ahora por medio del divorcio. Rosa desaparece del Kremlin y de la dacha y se marchó al Ural, donde se casó con un joven médico.

Rosa no figura en el museo, ni las mujeres siguientes que «informalmente» vivieron con «el padrecito», como la cantante tártara de Astracán, Carmen la moscovita, y la jovencísima aviadora-paracaidista. Pero estas últimas aventuras ya no tenían ningún interés, y era un peligro para quien habla empezado a sufrir crisis cardiacas y cada vez pasaba más tiempo en el Kremlin acompañado de Beria. Las intrigas y la guerra le ocuparon los últimos años, y tuvo que mantener su salud bajo vigilancia.

Espionaje telefónico

Un teléfono personal que se conserva en el Museo de Gori es el mejor símbolo de la agravación de la manía persecutoria, que le hacía cambiar varias veces al año de jefe de su guardia personal. Mandó llamar a un ingeniero checo, llamado Karlik, y se hizo instalar en el Kremlin.

El primer teléfono automático «vertucka» que hubo en la URSS. Trescientos aparatos, en otros tantos despachos, fueron suficientes. Después le mandó suspender su trabajo y Karlik «desapareció» para siempre. Stalin tomó aquello como un juguete siniestro. Inauguraba el espionaje telefónico. Se pasaba horas y horas encerrado en su despacho conociendo todo lo que pensaban y decían los trescientos funcionarios más importantes de la URSS.

En poco menos de diez años se instaló en el Kremlin y tomó en sus manos el destino de 165 millones de personas que vivían en el tercer grado del desarrollo. En veinticinco años hizo de la URSS la segunda potencia mundial. ¿A qué precio? Era un mesías al que pocos querían, pero todos temían. Se dijo entonces: «Lenin confía en Stalin. Stalin no confía en nadie.»

Pero la muerte de Stalin, según testimonios de quienes vivieron aquellos días, fue un suceso que difícilmente volverá a repetirse. El hombre que «se hizo cargo de la revolución rusa y la puso en marcha» era, a su vez, el culpable de plagas de hambre, asesinatos en masa de kulaks, grandes purgas, procesos por traición, opresión negra y gobierno por el terror, tuvo a su muerte el mayor homenaje que nadie ha conocido.

La gente lloraba, «se ha desplomado el cielo y nos va a coger a todos. ¿Qué va a pasar mañana?» Lo era todo para el pueblo soviético.

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