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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La universidad, de nuevo

BUENA PARTE de la clase política de la democracia española inició su vida pública en las aulas universitarias, que, desde 1956, se convirtieron, junto con el movimiento sindical, en el banco de pruebas y en el mecanismo de selección natural de los dirigentes y cuadros de la oposición al franquismo. Dentro de UCD, los profesionales del poder y los altos funcionarios que pasaron por la universidad sin romperse ni mancharse conviven, en aparente buena armonía, con hombres que nacieron a la actividad política en el mundo universitario. Unos, como Rodolfo Martín Villa o Sancho Rof, desde el SEU; otros, como Carlos Bustelo, José Pedro Pérez Llorca o José Luis Leal, como líderes de organizaciones de izquierda.Cabría suponer, así pues, que el grupo dirigente de UCD encierra suficiente experiencia colectiva, a uno y otro lado del espejo, como para plantearse los problemas del movimiento universitario con cierto grado de inteligencia de la complejidad de sus causas y de previsión de sus consecuencias. Sin embargo, la reacción del poder ante la huelga de los campus madrileños produce la inquietante impresión de que alguien en el Gobierno no ha aprendido nada de las lecciones del pasado y no ha olvidado, en cambio, ni uno solo de los estereotipos y lugares comunes que sirvieron para transformar la Ciudad Universitaria en un campo de batalla.

Resulta desolador que ahora se quiera retroceder a los planteamientos de la concepción conspirativa de la historia y se atribuya la agitación de los medios universitarios únicamente a la actividad o las manipulaciones de grupos políticos. Los movimientos sociales, lógicamente, siempre son capitalizados y organizados por minorías, pero responden a problemas y demandas reales de la propia sociedad. En este caso, con mucha probabilidad, al abandono en que la clase política, de manera incomprensible, ha dejado a la universidad durante los años de la transición. El resultado hoy es el bajo nivel de nuestra enseñanza universitaria; panorama en el que resalta lamentablemente la figura de los catedráticos y profesores, que se aferran a sus cargos vitalicios, aunque no cumplan con el mínimo moralmente exigible de dedicación a su ejercicio. El resultado es también el reclamo consciente y lógico de los universitarios por su incorporación al debate político y social de este país.

La cuestión merece una reflexión añadida si se contempla lo sucedido en las manifestaciones estudiantiles de la semana pasada y se constata la tensión creciente, entre los universitarios y el Gobierno, cara a la manifestación convocada para mañana.

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Parece necesario señalar que la doctrina del Gobierno, expresada ya en anteriores ocasiones por su portavoz, sobre el carácter antidemocrático del derecho de manifestación, nos hace retroceder a los momentos más desagradables de nuestro inmediato pasado. ¿Por qué razón el derecho de reunión, reconocido en el artículo 21 de la Constitución, debe ser interpretado con criterios restrictivos? Nuestra norma fundamental establece que la autoridad sólo podrá prohibir las manifestaciones cuando existan razones fundadas de alteración del orden público, «con peligro para personas o bienes». La experiencia demuestra que ese «peligro» surge no pocas veces cuando las Fuerzas de Orden Público reciben de la superioridad la orden de disolver a los grupos de ciudadanos y ciudadanas que tratan de ejercer vanamente su derecho constitucional de manifestación.

Hasta el momento, la huelga universitaria y la proyectada manifestación convocada para mañana jueves se limitan a protestar contra la ley de Autonomía Universitaria. Tiempo habrá para analizar con detalle ese proyecto gubernamental. Ya indicamos, en un comentario publicado hace tres semanas, que ese texto debería ser objeto «de un amplio debate público, lo más amplio y serio posibles, antes de que los diputados los dictaminen, discutan y aprueben». Lo importante ahora es crear las condiciones para que el intercambio de opiniones y de argumentos se pueda realizar en un clima de tranquilidad y serenidad. Lo que no excluye la disensión y la protesta.

Cabe discrepar de los estudiantes que confunden las justificadas críticas contra la actual selectividad con cualquier forma, incluso controlada y democrática, de regulación del acceso a la enseñanza superior y de búsqueda de alguna congruencia entre las necesidades sociales del país y el número de titulados. También hay razones de peso para abogar por las tasas universitarias -en el sentido que establece la nueva ley-, sobre todo si éstas se aplican a los eternos repetidores y a condición de que no perpetúen o intensifiquen el clasismo en el reclutamiento de la enseñanza superior. Pero los argumentos de este género perderán todo sentido si el Gobierno se empeña en atender al caso como un reto y en contestarlo a porrazo limpio, en vez de mediante el diálogo y el respeto a los derechos ciudadanos.

Porque hay otras cosas criticables, quizá más serias, en el proyecto, y la fundamental es que no se trata de una ley de Autonomía, sino más bien de descentralización. Tan injusto seria que una universidad autónoma fuera pagada por los contribuyentes, en vez de por las tasas de los estudiantes que se benefician de sus enseñanzas, como que las tasas fueran el único elemento de autonomía financiera de unas universidades estrechamente dependientes del Gobierno para la homologación de los planes, la contratación de catedráticos y la convalidación de títulos y regentadas por juntas de gobierno mayoritariamente ocupadas por funcionarios del poder central. Las dificultades que al parecer la ley Presupuestaria supondría para una transferencia de recursos a las universidades verdaderamente autónomas pueden y deben ser obviadas. Pero se necesita la voluntad política de hacerlo.

Sobre la universidad española comienzan ya a repercutir diversas frustraciones: el desencanto por una vida pública democrática secuestrada por los estados mayores de los partidos, la irritación por la mala calidad de la enseñanza, las negras perspectivas de desempleo o subocupación que aguardan a los licenciados. Sólo faltaba que la reforma de su estructura se implantara en los campus bajo la protección de la Policía Nacional. Todo ello no puede desembocar sino en la resurrección de las viejas estampas de insurgencia universitaria de las pasadas décadas. Y es este un panorama propio para la intoxicación y la manipulación de quienes no quieren un régimen de libertades en este país.

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