El petróleo y la crisis
Las subidas de los precios del petróleo, a lo largo de este año 1979, tendrán unos efectos devastadores sobre la situación de la economía internacional y, muy en especial, para el caso de los países menos desarrollados.El aumento de un 60% en la factura del petróleo, que equivale a los efectos económicos de un impuesto, supone una reducción real de las rentas que, natural mente, dejarán de gastarse en otras mercancías producidas en los países consumidores. (La reducción de la renta total en los países de la OCDE -grupo de países industrializados de economía de mercado- se calcula alrededor de un 3%.) Sin embargo, puede ocurrir que los países de la OPEP se gasten la «recaudación» de sus «impuestos» en la compra de mercancías susceptibles de ser elaboradas y vendidas por los países consumidores. Los consumidores tendrían que trabajar más o soportar un mayor sacrificio, vendiendo mayor número de máquinas para obtener la misma cantidad de petróleo, pero, en este caso, su renta total no disminuiría, aun que sudasen un poco más para obtenerla. Ahora bien, si los países de la OPEP no absorben, en forma de mercancías o servicios, todos los «impuestos» que recaudan internacionalmente, el resultado no es otro que una caída de la renta y una disminución del empleo. La pérdida de puestos de trabajo en España, por ejemplo, debido a las últimas al zas del precio del petróleo, pueden estimarse entre 75 y mil al año.
Por el lado de las cuentas con el exterior, los países de la OPEP están acumulando un superávit anual, es decir, después de pagar sus importaciones, del orden de los 50.000 millones de dólares en 1979, que volverá a crecer en 1980. Esta masa de petrodólares se ha venido reciclando a través del sistema financiero internacional y ha permitido cubrir los déficit anuales de los países en vías de desarrollo. Pero estos déficit también están experimentando un crecimiento dramático. Sólo en 1980 se elevarán a 55.000 millones de dólares, que se acumularán a la cifra de 300.000 millones de dólares que supone la deuda actual de los países menos desarrollados. Los riesgos empiezan a adquirir proporciones preocupantes y cada vez es más problemático que en una situación de recesión generalizada los países en desarrollo puedan incrementar sus exportaciones de modo satisfactorio para pagar sus deudas. A partir de ahora puede asistirse a un fuerte endurecimiento de las condiciones de financiación a estos países, que se verán, así, obligados a reducir su desarrollo y, naturalmente, sus importaciones, sobre todo, no petrolíferas. La moneda tiene dos caras: aumento insoportable de los riesgos para las instituciones financieras o una restricción, con los consiguientes efectos depresivos sobre el comercio internacional. Cualquiera de los dos caminos conduce a una agravación de la situación actual de estancamiento.
La solución ideal estaría en que los precios del petróleo no se adelantasen constantemente a la inflación, tirando violentamente de ella, y volver a los anteriores equilibrios. Pero esto tampoco es posible por una razón muy sencilla: la oferta de petróleo es limitada y los productores quieren estirarla al máximo y sacar el mayor provecho. El juego es, por supuesto, muy peligroso y entraña el peligro de que la recesión se traduzca en depresión y entonces cada uno busque la solución de sálvese quien pueda. « Si la economía mundial explota, las naciones recurrirán a la guerra -económica y militar-, como ha ocurrido siempre en el pasado cuando no vieron otro camino para evitar su propia destrucción.» Estas tremendas palabras corresponden a un editorial de una revista tan poco alarmista como Business Week. Afortunadamente, los países de la OPEP dependen, a su vez, del resto del mundo para su suministro de productos industriales y alimentos. Esta interdependencia pone sobre la mesa no sólo los conflictos de intereses, sino también los intereses comunes. Pero, en cualquier caso, el margen de maniobra es muy estrecho y, naturalmente, hay que moverse con el máximo cuidado y con la mayor sangre fría.
Política energética
La oferta de petróleo es limitada y está en manos de un número reducido de países. Esto equivale a decir que el factor energía-petróleo constituye hoy día un límite físico al crecimiento de las economías. Sólo es posible crecer en la medida en que no se traspase la frontera de la cantidad disponible de petróleo. Se ha Regado a una situación que la OCDE ha bautizado con el nombre de «tasa de crecimiento autorizada por la situación energética». Dentro de esta camisa de fuerza, una política energética sólo puede hacer razonablemente dos cosas: tratar de conservar la mayor cantidad posible de petróleo y aumentar así su eficiencia y, al mismo tiempo, desarrollar otras fuentes de energía sustitutivas del petróleo. De esta manera, la política energética se convierte en un apartado inseparable de la política económica general de un país.
La conservación de energía supone que si los precios de la gasolina aumentan, las rentas de los empresarios -precios- y las de los trabajadores -salarios- no se eleven en la misma cuantía, porque entonces estamos en la posición de partida y no hay conservación posible. Para que esto ocurra tiene que haber mayor competencia interior y exterior en zapatos, siderúrgicos o taxis, por un lado, y, también, menos monopolio y mayor flexibilidad en el mercado laboral. De otro modo, la única solución posible es una política monetaria restrictiva, que producirá una mayor recesión y un aumento del paro. Es decir, lo que está ocurriendo en España y en otros países pecadores por inflación incontenida de fabricantes, tenderos y trabajadores dispuestos a mantener su nivel de rentas. En definitiva, el primer supuesto para que una política energética pueda realizarse es limitar al máximo la inflación, porque de otro modo los automóviles continuarán recorriendo los mismos kilómetros como si nada estuviese ocurriendo.
El contenido específico de la política energética debe concentrarse en mejorar la tasa de crecimiento autorizada por la situación energética. Los expertos de la OCDE y la AlE (Agencia Internacional de Energía) insisten en dos grandes categorías de medidas. Las primeras se basan en la reglamentación y el control. Las segundas se apoyan en el mecanismo de los precios. Pero las primeras sólo pueden ser eficaces en su objetivo de suscitar la necesidad de economizar energía y la sustitución del petróleo cuando el número de los sujetos económicos es limitado y las regulaciones son claras y precisas. Son los casos, por ejemplo, sobre normas técnicas de consumo de gasolina por parte de los fabricantes de coches o la sustitución de fuel-oil por carbrón para la producción de electricidad por las empresas públicas. Estas medidas tienen la ventaja de complementar la acción que deben jugar los precios y no tienen los inconvenientes de un racionamiento prolongado, que tendría efectos perturbadores en la asignación de los recursos.
El principal medio de acción debe centrarse en las señales emitidas por el propio mecanismo de los precios. El requisito número uno es la supresión de los obstáculos a un libre funcionamiento del mercado de la energía, de modo que se suprima cualquier medida que mantenga los precios de los productos derivados del petróleo por debajo de los precios de importación. En concreto, la desaparición, en el caso español, de las subvenciones al fuel-oil, que está desanimando artificialmente el uso del carbón térmico para la producción de electricidad. Antes o junto a la gran polémica nuclear, se debía haber avanzado en la sustitución de petróleo por carbón. Un segundo elemento de apoyo es corregir las imperfecciones del mercado subvencionado, desgravando o facilitando financiación apropiada para aquellas instalaciones -industrias, viviendas- que permitan un fuerte ahorro energético, o la utilización casera, por ejemplo, de la energía solar. Además, puede incluso establecerse un impuesto -o elevarse, en nuestro caso- sobre la gasolina que sirva, por ejemplo, para financiar una mejor red de transportes colectivos, pero nunca para subvencionar empresas en pérdidas o los gastos corrientes de un Estado o unos ayuntamientos manirrotos e ineficaces. Lo que se pierde en inflación, por un lado, se gana en menores costes de transportes para quienes renuncian a su propio automóvil.
Probablemente, si el actual Gobierno de UCD fuese capaz de ir desarrollando una política energética convincente, sin necesidad de definir el esperado Plan Energético, los ciudadanos y los restantes partidos políticos serían unos interlocutores mejor dispuestos a la hora de discutir la terminación de las centrales nucleares ya iniciadas o el establecimiento de las ya contratadas. Los riesgos nucleares no están descartados y esto exige un sinfin de garantías de seguridad, pero, por supuesto, tampoco puede olvidarse que un reactor nuclear de 900 MGW supone un ahorro del orden de 1,5 millones de toneladas anuales de petróleo.
Naturalmente que estas recomendaciones sobre una política energética continuada no están en contra de que si se presenta una brusca alteración en los suministros de petróleo no sea necesario acudir al racionamiento de la gasolina y otros derivados, reservando los crudos para la producción de aquellos productos necesarios para mantener el más alto funcionamiento posible de la producción y evitar una situación de caos. El Gobierno debe considerar esta posibilidad y estar preparado. Incluso debe mantener informada a la opinión pública, porque lassoluciones de emergencia no deben suponer ninguna vergüenza para quien se ve obligado a tomarlas. Desaparecida la emergencia, sería preferible volver a un sisterna como el propuesto, en el que los precios de la energía señalen las escaseces, susciten las medidas de ahorro e inciten la aparición de productos sustitutivos.
Esta política no necesita ningún Plan Energético Nacional, sino sencillamente unas ideas claras y una decisión firme, porque habrá que resistir las presiones de quienes prefieren seguir consumiendo fuel, en las térmicas o en las fábricas de cemento, en lugar de carbón y quienes se empeñen. en conservar una situación de privilegio en los precios del gas-oil para la agricultura o la pesca; incluso habría hasta que pensar en la limitación razonable de aquellos mecanismos e instituciories que ejercen monopolios sobre el mercado ¡interior. ¿Hay alguna razón para que los precios interiores de la gasolina -gravados en sus correspondientes impuestos- no sean libres o tampoco sea libre la instalación de una gasolinera? Y si alguña perversa multilateral -por ejemplo- quisiera instalar una térmica de carbón, dando todas las garantías ecológicas técnicamente hoy posibles, tampoco podría hacerlo por dificultades administrativas. Claro que algún día llegará el Plan Energético, pero, eso sí, con más intervenciones. Ya está, incluso., empezando a hablarse de un Hispacarbón para «ordenar» la ¡mi Dortación de carbón, inaturalmente! Con un poco de suerte, la crisis del petróleo nos puede hacer retroceder por el túnel del tiempo a los felices «cuarenta», con sus HISPA y sus industrias de interés nacional. Aunque, en última instancia y muy afortunadamente, todavía está fresco el PEG con sus aclamaciones continuas en favor de la economía de mercado, que es, también en el caso de la energía, una fruta muy amarga de tragar por los habituales del intervencionismo.
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