El afeitado ha sido una constante de la temporada
Entre el rumor y la evidencia, la temporada taurina de 1979 se ha cerrado con una conclusión alarmante: han saltado a los ruedos tantos toros afeitados como en las épocas de mayor fraude de toda la historia del toreo.
Los cronistas solemos utilizar una frase hecha para las corridas llamativamente despuntadas: «Los toros eran sospechosamente romos.» En realidad -quizá por imperativos del subconsciente- admitimos el margen de error, para no creernos que la autoridad, es decir, todo el aparato que el Ministerio del Interior mueve para supervisar, vigilar, dirigir los festejos taurinos, no acaba de detectar la corruptela.Las cautelas y las sanciones que el reglamento taurino vigente prevé para combatir el afeitado es obvio que son insuficientes. Dice, al respecto, que en el reconocimiento de las reses previo a la corrida serán rechazadas aquellas cuyas astas aparezcan mermadas. A veces se hace, pero el caso contrario ha sido la tónica en 1979. La multa resulta insuficiente, pues nadie escarmienta. Además, la norma es que se multe a quien posiblemente menos culpa tiene porque el ganadero es siempre el sancionado. El ganadero es la percha de los golpes. Frecuentemente con verdadera injusticia, pues una vez embarcada la corrida, los afeitadores tienen procedimientos sobrados para burlar al mayoral encargado de acompañarla y vigilarla.
Cuando un atentado de este tipo se produce -¿no es un atentado afeitar toros?- parece lógico preguntarse a quién beneficia, pues seguramente él será encubridor, inductor o culpable. En las reuniones para la reforma del reglamento, Antonio García-Ramos, que representaba a la Federación de Asociaciones Taurinas, hizo una propuesta inteligente: «No fijemos multas a priori; al ganadero, como se hace aún; al empresario, como algunos creen más oportuno, o al torero, como otros consideran adecuado. Lo que debe hacerse, y pues está encargado el Ministerio del Interior de que se cumpla el reglamento, es que cuando haya sospecha de afeitado se abra una investigación y que la policía averigüe quién es el culpable. A éste será, entonces, a quien habrá que sancionar.» El presidente de la comisión, alto cargo de la Dirección General de Seguridad, intervino: «No sé si le he entendido bien: ¿quiere usted decir que ante la sospecha de afeitado debe intervenir la policía y descubrir al culpable?» «Exactamente», repuso García-Ramos, «eso es precisamente lo que quiero decir.» Concluyó el presidente: «¡Qué cosas tiene don Antonio!».
De manera que punto. Pero el afeitado está ahí; los toros cornicortos, astigordos y romos (todo de una vez) son habituales en la mayoría de las ferias, y allí donde intervienen las figuras, con tanta asiduidad que se diría hubo epidemia, y además este fraude generalizado se produce en un momento crítico del espectáculo, donde tampoco se encuentran en activo esas figuras rutilantes de tiempos atrás que imponían a su capricho cuanto se les pasaba por la cabeza porque tenían fuerza para ello. En este caso no habría justificación, desde luego, pero explicación sí, de modo que aún extraña más la invasión de cornicortos-astigordos-romos que se ha producido esta temporada en los cosos españoles.
Ahora que la Administración parece decidida a contribuir a la difusión y quizá al apoyo económico del espectáculo, consciente de que la fiesta corre peligro y no se puede dejar perder, los estamentos más directamente interesados -ganaderos, empresarios, toreros- deben dar ejemplo y apoyar a esta tarea de saneamiento y promoción con generosidad y esfuerzo. Ya sería el colmo que cuando la fiesta toda hace agua por sus propias culpas, lejos de aprovechar la ocasión de coger la mano que se les tiende para salir a flote, se empeñaran en hundirse más.
Mucho más que cortar las astas
Conviene recordar qué pasa cuando se afeita a un toro. Primero es necesario inmovilizarlo. Ver al toro ensogado, con los ojos fuera de las órbitas, mientras araña el suelo del mueco con las pezuñas, derrota, brama, produce verdadero horror. Cuando se ha conseguido reducirlo, le cortan las astas unos centímetros; si resultó dañada la médula, se clava en ella una astilla, para taponarla y que no sangre. Luego el barbero lima, pule, redondea, bruñe, con el esmero y el estilo propios de cada especialista.El toro sale de la operación mutilado, dolorido, sin sentido de las distancias para cornear. Pero aún hay algo casi tan malo o quizá peor: queda psicológicamente deshecho.
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