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La vuelta de Felipe V

La historiografía de la derecha ha cambiado abruptamente de rumbo en los últimos tiempos. Cuando yo estudiaba Filosofía y Letras la gloria de la historia de España saltaba de los Reyes Católicos, con secuela de Carlos V y Felipe II, al general Franco. Del XVII se atacaba la sublevación catalana y portuguesa, el XIX era la locura.Pero el siglo más vilipendiado era el XVIII, el siglo de los afrancesados y de las costumbres extranjeras «cuando el castizo y airoso chambergo se convirtió en el cursi tricornio» (el historiador que eso firmaba no sabía que el chambergo también era extranjero de Schoemberg). Los libros de texto de entonces coincidían en despreciar al siglo de la Razón como una época en que masones y afrancesados -muchas veces las mismas personas expulsaban a los jesuitas y en general conspiraban para acabar con la esencia de España. Por aquel entonces publiqué un libro, La vida española en el siglo XVIII, que fue acogido con elogio por el esfuerzo del autor y con el anatema por la elección del período. Da tal siglo una impresión de ausencia de alma, mejor de un intento de cambiarnos el alma con el señuelo de unos «adelantados», materiales en su mayoría, cambio que gracias a Dios sólo se realizó entre los eternos papanatas, comparsas de las novedades, siempre que no pidan esfuerzos y ánimos heroicos», decía una nota ... ; «una época particularmente desdeñada por historiadores y críticos», subrayaba otra ... ; «siglo XVIII mal conocido en España por cuanto viene a patentizar la irreparable realidad de la decadencia de nuestra grandeza imperial ... ». La animadversión ideológica se apoyaba también en la conveniencia política. Había que hablar mal de un siglo en el que se implanta en España la dinastía de los Borbones, nombre que producía repeluzno en el Pardo como evocación de una vuelta posible a la legalidad constitucional. Hoy se hace extraño recordarlo, pero hasta 1956 no se autorizó una sola fotografía de don Juan de Borbón en la prensa española. En ese año y en el día de su onomástica la publicó, naturalmente, el Abc.

Todo esto viene a cuento de que, últimamente, los historiadores de la derecha han dejado de considerar odiosa y por el contrario han empezado a ensalzar aquella época... Leo con estupor elogios al «gran rey» Felipe V escritos por quienes antes sólo creían que merecían plácemes Carlos I o Felipe II. La razón no estriba en querer quedar bien con el Borbón que hoy se sienta en el trono. La alabanza a Felipe V es debida al decreto de nueva planta de 1707, que acabó con las libertades de Cataluña... Lo, que elogian en el rey francés es su centralismo. «He juzgado por conveniente..., por mi decisión de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla, abolir y derogar totalmente todos los referidos fueros.»

Doscientos treinta y un años más tarde, al entrar triunfante en Lérida el general Franco, se expresará con palabras similares: «De acuerdo con el principio de la unidad de la patria, se devuelve a aquellas provincias el honor de ser gobernadas en plan de igualdad con sus hermanas del resto de España.»

Esas son las medidas que la historiografía conservadora echa, de menos; como no se atreven a recordar a Franco -demasiado cerca, demasiado incómodo-, buscan su antecedente ideológico en el siglo XVIII. Entonces, suspiran, todas las regiones españolas estaban fielmente unidas en una empresa común y no iban camino de convertirse en un reino de taifas, como ocurre en el día de hoy.

Con ello saltan en la cronología de nuevo y apoyan su ideario en la división surgida en la España musulmana de la decadencia, callando astutamente lo mismo que callaron esos libros de texto durante el franquismo; es decir, que en aquellos tiempos gloriosos «imperiales», las distintas regiones españolas de hoy gozaban de una autonomía mayor que la que pueden alcanzar con los estatutos de hoy. Que un rey de la Casa de Austria, por ejemplo, no podía considerarse señor de toda España hasta haberjurado los fueros de cada uno de los países donde tenía que reinar; es decir, cuando se había compronietido a respetar durante su gobierno unos derechos locales muy amplios. Y cuando un político poco hábil como el Conde Duque intenta uniformar al país se nos va Portugal para siempre y Cataluña está a punto de lograrlo...

La diversidad hispánica de entonces se ha mantenido y se ha reforzado a pesar de los dos siglos y medio de presíones políticas, sociales, económicas y culturales y aun policiacas para ahogar esas diferencias. Curiosamente existe un caso, el de Felipe II y Aragón, donde la derogación manu militar¡ de unos derechos forales en lugar de provocar por reacción una honda herida separatista se olvidó en seguida; este pueblo es hoy, intentos autonomistas -más administrativos que nacionalistas- aparte, una región muy española.

Cuando más leo y oigo sobre la situación actual de las autonomías más me convenzo de que -como ya escribí una vez- la solución está en volver nominalmente a aquella época. Parece claro que el nombre «España» ha sido manipulado por la extrema derecha hasta convertirlo en sinónimo de «Fuerza Nueva» (si el lector oye ese grito bajo su ventana, ¿a quién espera ver?), que se ha apoderado de él convirtiendo lo que tenía que ser una denominación común y colectiva en la consigna de un partido; queda todavía virgen, limpio el nombre que se usaba en unos tiempos hasta ahora tan admirados por la reacción: el de «las Españas». Un plural, un colectivo que admite las diferencias nacionales, que se encuadran y tienen como jefe supremo a alguien que si está por encima de todos es porque respeta a todos. A mi me gustaría que el rey Juan Carlos refrendara los estatutos, actualidad del anterior juramento foral, yendo personalmente a decirlo en catalán, en vasco, en gallego. Y que cuando surge en su imagen en el cierre de la Televisión Española, por detrás de la bandera rojigualda y acompañándola aparecieran las de todas las nacionalidades españolas.

Los símbolos de todas las Españas.

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