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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Maruja Mallo, pura y genial paradoja

Más de cincuenta años han pasado desde su exposición en los salones de la Revista de Occidente, y parece que fue ayer. Vuelve Maruja Mallo a alegrar nuestros ojos, y también a inquietarnos; vuelven sus verbenas, sus espantapájaros y sus gentes del mar. Y nuevamente, vuelve entre viñetas de la Revista, entre orteguianas palabras.«Aparece Maruja Mallo como una verdadera primavera nueva en el aire de Madrid, como un regalo de marzo en confundida ortografía.» Desde el compartido exilio argentino, así recordaba Ramón, en 1942, a la jovencísima pintora que a todos había seducido en su primera tentativa de 1928. Llegada desde las galería coruñesas, desde la luz atlántica desde las playas de niebla por las que eternamente vaga Angel Ferrant en busca de cantos rodados, la adolescente se había situado -ya desde los años de Bellas Artes- en primerísima línea de vanguardia: sinsombrerismo, bicicletas, pintura moderna, andanzas con Federico y con Dalí. Repasar su añejo álbum de recortes de prensa es redescubrir la nómina casi completa de la «joven literatura»: Chabás, Ayala, Giménez Caballero, Jarnés Pérez Ferrero, Alberti Fernández Almagro, Abril, Espina, Quiroga, Plá, Guillermo de Torre y tantos otros; sin que falte alguna reprimenda de Juan Ramón, acusándola (a ella y a Dalí) de estar echando a perder al poeta de Marinero en tierra.

Maruja Mallo

Galería Ruiz-Castillo. Fortuny, 37.

Cuadros de verbenas

Aquellos cuadros de verbenas de majas y toreros, de civiles y barquilleras son un auténtico veintisiete pictórico: cuadros neo popularistas, gozosamente satíricos; formalmente herederos del poscubismo, mas animado por otra pasión. Conviven con otros de imaginería moderna: deportes, rascacielos, escaparates, maniquíes. A propósito de todos ellos, habló entonces Giménez Caballero (¿no rodaría una Esencia de verbena?) de «la narración en colores que hace hoy revivir en el arte nuevo todo el enorme prestigio de la vieja aleluya».Los años treinta serán para la pintora -pese a los pronósticos Juanramonianos- años de progresivo retour a l'ordre. La serie Cloacas y Campanarios, expuesta en París (1932) con el beneplácito de los surrealistas, representa una nueva cala arrabalera: la bajada al submundo del vertedero, al horizonte del lagarto y de la vértebra. El resultado plástico, descoyuntado y barroco, anuncia, por cierto lado terrenal y grave, las constructivas realizaciones expuestas por ADLAN en 1936. En aquellas Arquitecturas, en unas sorprendentes escenograflas, en las cerámicas, en los cuadros épicos (la fecha inclina a ello), la fantasía es canalizada por leyes geométricas, y lo surreal cede ante el orden intelectual de la proporción y del número. Tendencia que se acentúa (ya en el exilio) con las Naturalezas vivas, las Gentes del mar o los retratos arquetípicos. Tendencia que resurge, al cabo de los años, en los Moradores del espacio.

Paso por el surrealismo

Fascinante personaje, maravillosa y eterna rebelde, sinsombrerista aún actuante en un mundo de zombies, Maruja Mallo ha realizado una obra pictórica no demasiado abundante, pero de una singular intensidad. Tal vez su paso por el surrealismo, paralelo -según Morris- al del Alberti de Sermones y Moradas, sea lo más destacable «históricamente». Pero lo auténticamente misterioso, lo auténticamente único sería, más bien, la mezcla de aventura y orden, de fe regeneracionista y de blasfemia, de lógica y de delirio. Ni en los tiempos en que más apasionadamente leía a Ghyka y otros tratadistas del número, ha dejado, la pintora, de conservar su vena aleluyera y festiva. Al igual que otros constructores iluminados (pienso en el portugués Almada Negreiros), Maruja Mallo es, a la postre, pura y genial paradoja. Se sitúa a contrapelo de lo que iba a ser el arte de las décadas posteriores, y conserva todo su poder de fascinación. El mismo año (1937) en que declara estar poseída por «la fe materialista en el triunfo de los peces, en el reinado de la espiga», pinta, desde las riberas del Plata, una ermita madrileña. Santa María de la Cabeza o San Antonio de la Florida. Esa pequeña y esencial ermita de arrabal estepario, pintada por la gran laica, en años de guerra de religión, parece encerrar, entre sus grises y geométricas paredes, el secreto de aquella a la que Ramón, siempre ocurrente, llamó «la bruja más joven».

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