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Tribuna
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Suárez-Giscard

En la revista Sal y Pimienta encuentro un juego apasionante, llamado Las 10 pequeñas diferencias, que consiste en enfrentar a dos personajes famosos del mismo género, uno español y otro extranjero, y buscarles las diez pequeñas diferencias. Hasta ahora han probado con Sofia Loren-Cantudo y con Sinatra-Julio Iglesias. Pueden ustedes imaginarse los cataclismáticos resultados para los nacionales. Me van a permitir, los canallas y geniales humoristas de Sal y Pimienta, que juegue yo el juego por una vez, que se lo robe hoy (el robo es una manera de admiración al robado), para enfrentar a nuestro presidente Suárez con el francés Giscard d'Estaing (don Valery).

A Giscard, por sus escapadas nocturnas y montparnó del Elíseo, llegaron a llamarle «Valery la Nuit». A Suárez le andan buscando una novia pastelera que tuvo en Avila de muy mozo.

Giscard reivindica una vez más para Francia a Picasso, montando la gran exposición «Los picassos de Picasso » con la autocolección particular del malagueño. Suárez, en la polémica sobre dónde tiene que ir el Guernica (Museo del Prado, Arte Contemporáneo, Guernica, etcétera), parece que no tiene nada que decir.

Giscard sabe desmelenar su calva gloriosamente en los vientos de Europa. Suárez está siempre como dentro del secador de su esculpido a navaja.

Giscard hace de cada iniciativa personal y de cada intervención pública una conmoción europea e incluso mundial. Suárez puede guardar silencio durante todo un invierno parlamentario, como las tortugas.

Giscard no es sólo un alto ejemplo de derecha civilizada y al día, sino que incluso tiene más marcha que Mitterrand y toda la izquierda francesa. Suárez, si no fuera por Fraga y Blas Piñar, seguiría pareciéndose al cisne del SEU, con o sin Leda.

Giscard ha sido siempre la misma cosa: derecha progresista, alta burguesía ilustrada, sprit y esbeltez de Francia. Suárez dicen que ha sido muchas cosas antes de ser Suárez.

Giscard sabe robarle las iniciativas sociales y sociológicas a la izquierda, para servírselas a Francia. Suárez, mediante su partido y su Landelino, se limita a triturar en el marcador automático y simultáneo todas las iniciativas y propuestas de la oposición.

Giscard habla siempre para Francia, y para Europa, y para Occidente, y para el mundo. Suárez, sencillamente, no habla.

Giscard es ya un clásico y un modelo de la Europa burguesa liberal. Suárez es, más que nada, el modelo ideal de Suárez.

Giscard permitió que Simone Veilpusiera en marcha una ley del Aborto. Suárez dejó marchar de su lado a Carmen Díez de Rivera, a la que ahora pegan los guardias en sus efébicas caderas por pedir el aborto con las progres.

Y ya están las diez pequeñas diferencias, que no llevamos a más por respetar las reglas del juego inventado por Sal y Pimienta. Pero he dejado este último cuarto de columna para arreglarlo un poco, ya que a lo que yo quiero llegar en esta vida es a José Meliá, y me parece que así no llevo camino:

Giscard hereda Francia de un colegial recrecido de De Gaulle, o sea Pompidou, con lo que le es fácil girar el país de una dictadura ilustrada y ya casi dinástica a un presidencialismo liberal y avanzado que coincide exactamente con el espíritu francés. Suárez hereda España de un dictador que no era De Gaulle y que había permanecido cuarenta años mediante los referéndumes que le ganaba Fraga. O sea, que lo tenía muy duro.

Giscard pone al día el republicanismo de una República con dos siglos y una Revolución, la francesa propiamente dicha. Suárez pone al día la democracia, emparedado entre una dictadura y una monarquía. Dificilísimo, y no precisamente por culpa de la monarquía.

Con estas dos pequeñas diferencias me parece hacer justicia a nuestro Valery Giscard Cebreros, aunque, afrancesado como soy, sigue fascinándome más la calva de Giscard, desmelenada de ideas, que el esculpido de Suárez, que parece que se deja las grandes ideas en el secador. Ay si Giscard tuviera esas ojeras.

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