La asamblea de la OEA: busca de indicios

LA ORGANIZACION de Estados Americanos, que inició ayer su IX Asamblea General, ha sido siempre un instrumento eficaz para Estados Unidos, que la creó sobre fallidos proyectos anteriores -el Congreso de Panamá, la Conferencia Panamericana de 1890, la Unión de Repúblicas Americanas de 1910...-, sobre la base de la doctrina de Monroe («América para los americanos»), emitida en 1823 y sostenida todavía: lo que entonces suponía una expulsión de Europa del continente americano es hoy una instrumentalización al servicio de Washington.No ha vacilado en servir para medidas duras (condena a Cuba en 1960, seguida de expulsión en 1962) e incluso para justificación de intervenciones armadas en contra de Gobiernos de países miembros (creación de la fuerza interamericana de paz para actuar en la República Dominicana en 1965). En este momento, la OEA responde todavía al «designio» anterior de la política de Estados Unidos de mantener regímenes dictatoriales como forma de seguridad colectiva (el principio de «seguridad colectiva» forma parte de la carta fundacional redactada en Bogotá en 1948, pero nunca claramente definido); su secretario general es aún el argentino Alejandro Orfila, sostenido por la Junta Militar de Videla, que probablemente será el primer presidente civil si la Junta decide modificar la apariencia de su régimen.

Ahora, el «designio» ha cambiado aparentemente. Carter ha vuelto a la norma del presidente Kennedy: la doctrina pretende que es la democracia la mejor fórmula para la contención de los revolucionarismos y del comunismo (que, por otra parte, acepta generalmente esa misma fórmula), y que los dólares y la colaboración pueden ser más útiles. El cambio puede inscribirse dentro de los ciclos cambiantes de la política de Washington para el subcontinente, que oscila entre el «gran palo» (big stick) del primer Roosevelt y el riego de dinero de la Alianza para el Progreso.

Un cierto número de países han salido de la larga noche de la dictadura -los dos últimos, El Salvador y Nicaragua- y aparecen ya en la OEA como un bloque promotor de la nueva democracia. Presentan un candidato propio para la sucesión de Orfila -que termina su quinquenio, pero que puede ser reelegido- en la persona del dominicano Ramón Jiménez. Mientras el bloque de las dictaduras sostiene a Orfila. La decisión de Washington es dificil. Sostener a Orfila es emparentarse con los violadores de derechos humanos, que ya fueron condenados en la asamblea anterior; apoyar a Ramón Jiménez puede significar un paso para la readmisión de Cuba, que los países democráticos desean. Puede inclinarse hacia un outsider: Valerie Moomie, de la República de Barbados, país inclinado hacia las fórmulas democráticas, pero enemigo de Cuba en la zona del Caribe. Podría también sostenerle hasta el punto de que las naciones democráticas se dividieran en dos candidatos y resultara elegido Orfila, pero con el voto en contra de Estados Unidos, lo que supondría una especie de derrota triunfal: el candidato secretamente deseado, pero públicamente negado.

Puede ocurrir que en esta reunión aparezcan, por encima de los litigios que figuran en el orden del día -como el enfrentamiento entre Chile y Argentina por cuestión de límites o los temas del «mercado común»-, la cuestión de los derechos del hombre, que sirviera para la condena de las dictaduras militares, pero en la que no faltaría la inclusión de Cuba, o algún debate sobre las conclusiones de la Conferencia de Países no Alineados. Lo que interesa, sobre todo, de la IX Asamblea es ver -a través de la elección de secretario general y del curso de los debates- si es el grupo democrático el que toma el poder -que mantendrá siempre en acuerdo con Washington- y si se realiza alguna forma de condena contra los regímenes militares, que probablemente será más por alusión indirecta que por ataque nominal, Más que de resultados, es una conferencia de indicios.