Buero Vallejo, a los treinta años de "Historia de una escalera "
Antonio Buero Vallejo cumple en este mes treinta años de teatro: lo recordó en el breve discurso con que culminó el estreno de Jueces en la noche, tras las ovaciones y los « bravos » (y alguna protesta menor, quizá política, que no perseveró). Treinta años de sinceridad, de honestidad, de una línea ética continuamente pública, resultan algo muy serio, muy importante, en un país como el nuestro. Esta línea que empieza en Historia de una escalera (en el teatro: aparte de su actuación cívica anterior) no se quiebra con Jueces en la noche. La escritura por primera vez en claro -sin censura, sin juego de espejos- le confirma. Es una obra del día, de ahora mismo; con la frescura de unperiódico diario. Desgraciadamente, la dramaturgia, la literatura, la forma de expresión, no acompañan esas intenciones.Jueces en la noche tiene varios planos. En primer lugar, es el retrato de un tránsfuga: alguien que fue fascista -de pistola- en su juventud, ministro de Franco, que hoy es diputado gubernamental y mañana será un infiltrado socialista, si el gran capital que le impulsa lo considera conveniente. Todo ello desde una cierta honestidad interior, una fe que le sostiene y unos arreglos de conciencia de lo que considera servicio a la patria. Pero esa conciencia se le subleva en forma de una pesadilla a la que asistimos.
Jueces en la noche, de Antonio Buero Vallejo
Intérpretes: Marisa de Leza, Francisco Piquer, Victoria Rodríguez, Fernando Cebrián, Angel Terrón, Enrique Navarro, Pepe Lara, Teresa Guaida, José Pagán; colaboración de Andrés Mejuto. Dirección: Alberto González Vergel. Escenografía: Alvaro Valencia. Teatro Lara, 2 -X-79.
En segundo -y engranado- lugar, una historia de amor, también de conciencia sucia: urdió una maquinación policiaca- política para atrer a la que es su mujer, que instintivamente le repudia. En tercer lugar, es una obra de denuncia. Buero no emplea metáforas, sino que dice claramente que los asesinatos de militares son obra de la extrema derecha -quizá movilizando irresponsables de la extrema izquierda, quizá disparando pgr sí mismos-, para producir una sublevación; la denuncia se amplía a toda la sociedad que lo permite, lo estimula o, por lo menos, no lo contiene.
Los personajes con que se organiza esta trama tratan de ser, al mismo tiempo que humanos, simbólicos. La escena la ocupa todo el tiempo el tránsfuga; a su alrededor están los estamentos, los representantes. Están en escena el clero, el capital, el ejército (Buero es más comedido con el personaje del general, que apenas pronuncia un par de palabras). Está el terrorista de la derecha, que fue policía y abandonó el cuerpo para dedicarse a las actividades «paralelas». La engañada, que ha vivido en esa sociedad sin darse cuenta del engaño; y la camarada, la militante eterna, que la descubre la verdad de la historia, la naturaleza del personaje del tránsfuga. Están los representantes de la conciencia: los muertos causados por el tránsfuga, que le atormentan en sus pesadillas.
La condición humana de estos arquetipos desaparece: se convierten en esquemas de lo que representan. Los matices se escapan. Ni ellos ni sus palabras tienen la necesaria flexibilidad. Parece como si Buero hubiera realizado la escritura de esta obra agarrotado, tenso. Nadie habla como en la vida: se habla como en el teatro -en el peor sentido de esta expresión- y, a veces, como en los periódicos, cuando la obra se vuelve panfletaria. Los personajes son tópicos, las palabras son tópicas. Se está viendo todo el tiempo la intención de la obra, el esqueleto de la obra, la voluntad de auto sacramental («misterio profano», dice Buero en el programa), pero no se ve la riqueza necesaria, la carne de ese esqueleto incómodo.
No sería preciso que Buero explicara, como lo hace, que «ninguna posible semejanza con personas reales debe entenderse como alusión a éstas»: no hay tal semejanza. Los personajes están como almidonados. Todo ello se traspasa a la interpretación. Actores y actrices están tiesos, tienen movimientos automáticos. Apenas tienen inflexiones en la voz. La dirección de González Vergel ha colaborado notablemente en estos errores, quizás ha profundizado en ellos: ha dado lentitud a las escenas oníricas, una lentitud desesperante, que se traspasa a las de supuesta acción: ha buscado simetrías en la colocación de los personajes y ha iluminado mal, sin clima, sin el misterio que parecía necesario, un espacio escénico deplorable de Alvaro Valencia, eco del expresionisimo alemán, que añade frío a la frialdad.
La obra se hace larga (lo es) por la lentitud del movimiento escénico, por la reiteración y la redundancia de lo que se quiere decir. Buero es un «condenado por desconfiado»: rechaza cualquier elipsis, no cree que va a ser entendido, y repite y amarra todo: efectos, personajes, discursos. Se hace obvio.
El estreno fue bien. La persona y la larga obra de Buero Vallejo lo merecen; la intención, la audacia, la claridad de la denuncia de esta obra, también. El interés creció en la segunda parte: algún parlamento aplaudido fue respondido por arrastrar de pies, que se acentuaron un poco al terminar la obra, y a su vez provocaron los bravos y los vítores. Las protestas se silenciaron: sobre todo, cuando Buero Vallejo habló y explicó que se acepta muy bien una España de aplausos y pateos, pero que no se puede aceptar el crimen y la violencia.
Los treinta años de teatro de Buero Vallejo le han creado un puesto único, especial, en la dramaturgia española: un puesto irreversible. Los reparos que suscita Jueces en la noche, desde un punto de vista de técnica teatral, de dramaturgia, de diálogo y de construcción apenas empañan esa trayectoria: sobre todo, por la confirmación de su honestidad intelectual.
Babelia
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