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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La sombra del Watergate

LAS PRIMERAS fintas entre Edward Kennedy y Jimmy Carter para alcanzar la designación de su partido, el demócrata, para la candidatura a la presidencia son más anecdóticas y pueriles que profundas. Otros nombres pueden surgir de aquí a la convención; hasta ahora, ninguno ofrece, tampoco, particulares atractivos. El extenso y cada vez más concreto tema del desencanto se ha ido agrandando también en la sociedad estadounidense. Quizá fue ésta la primera en percibirlo y manifestarlo, vulnerada por dos hechos dolorosos: el asesinato del presidente Kennedy y la guerra de Vietnam (sus razones, su desarrollo, su pérdida).Así, una de las heridas más profundas en la carne americana ha sido la de la pérdida de sacralización de la presidencia: la serie de presidentes ineptos que sucedieron a Kennedy culminó con la elección y desprestigio subsiguiente de Nixon, caballo matalón que aún camina por rutas extrañas -la última, China, donde ha recibido un trato privilegiado-, que produjo al país el trauma más grave de su historia política: el caso Watergate.

Se puede decir que Carter está sufriendo todavía las consecuencias de Watergate, en el sentido de que cada uno de sus pasos y sus palabras se'miden ya sin ningún respeto, sin el viejo respeto con que antes se consideraba al presidente. Cierto que Carter se presta; sus comportamientos compulsivos, sus contradicciones, la debilidad de una doctrina que no se corresponde con unos actos, la continua hostilidad del Senado, la falta de resultados prácticos de sus supuestas grandes iniciativas, la fragilidad de sus frases, le han convertido en el presidente con menos adhesión pública que recuerda la historia. Incluso Nixon, en vísperas de su expulsión de la presidencia, contaba con un índice más alto en las encuestas de opinión pública. Las de Carter, ahora, oscilan entre un 19 y un 22% de respuestas favorables. Según las fuentes de las encuestas, siempre por debajo de Kermedy, que se dibuja corno un candidato muy posible en la convención demócrata. Era casi una constante histórica que el presidente en ejercicio mantuviera su candidatura, y fuese reelegido, al presentarse para el segundo y último término, al que autoriza la Constitución. La constante se rompió hace tiempo, y en el caso concreto de Jiminy Carter, el ejercicio del poder bascula en contra suya: su comportamiento le desgasta continuamente.

Tampoco está inmune Kennedy a la sombra de Watergate. Tiene su sombra propia; la de Chappaquidick -el lugar donde sufrió un accidente de automóvil que costó la vida a su acompañante femenina, la forma en que parece que conducía, la justificación de la presencia femenina y la falta de serenidad que tuvo en el momento; sobre todo, el intento de disfrazar y disimular los hechos- le persigue todavía, a pesar de que parece haber un convenío tácito con Carter para que este tema no se mencione en el enfrentamiento; acuerdo quizá impuesto por el Partido Demócrata, que no quiere ver a sus candidatos posibles destrozarse mutuamente por asuntos personales.

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En Edward Kennedy ya no refulge el nombre de la familia: está gastado, a pesar de su juventud -47 años- y no despierta grandes pasiones. La sombra de Watergate le oscurece: no se cree ya en el carisma, y los aspirantes a presidente se consideran ya como personas sospechosas, en lugar de como personajes salvadores. Aun así, es probable que Kennedy fuese elegido en la convención; incluso es posible que Carter fuera obligado a retirarse antes. El Partido Demócrata teme, sobre todo, su propia caída: la pérdida de puestos en la Cámara y en el Senado, en los gobiernos de los estados.

Cierto que el Partido Republicano debería recoger más que nadie la sombra de Watergate, la caída, no sólo de Nixon, sino la de Agnew. Pero trata de recoger también el beneficio del desencanto. Ofrece candidatos más tersos, más de una pieza: conservadores puritanos, duros gobernantes. Parece que la dureza es uno de los recursos que las confusas sociedades de hoy quieren buscar al desencanto. Quizá el nombre del general Haig, y su condición, no ya de militar, sino de militarista, pueda prevalecer sobre el de algunos civiles. Pero sobre el desencante hay algo que Impera: el miedo a la guerra, el miedo a la aventura, a las pruebas de fuerza. Quizá ello desaconseje finalmente a los republicanos a presentar a Haig. Por el momento, bajo la presidencia de Carter, en plena crisis mundial -económica y de relaciones-, Estados Unidos no ofrece mas que cierta perplejidad, cierta inseguridad.

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