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CINE

Saura cumple cien años

Aquí está de nuevo entre nosotros Ana y sus lobos, convertidos en corderos. Es decir: José Vivó, ladino y sinuoso; Fernando Fernán Gómez, con sus nuevas preocupaciones puestas al día, intentando volar como los pájaros; Rafaela Aparicio, reina del desparpajo popular, vecino al esperpento, tan querida de los espectadores de la tele; Norman Briskin, en tono de comedia, y, en fin, Geraldine Chaplin, con su tono monocorde inevitable.Unos murieron -como Prada, al que se alude en unos cuantos fotogramas-, otros crecieron, los más siguen siendo aquellos símbolos lejanos que en torno de una casa venían a representar a la gran familia española, con sus virtudes y defectos de la madre patria. El tiempo no ha sido demasiado benévolo con ellos, los ha cambiado poco y ahora vuelven, en clave de comedia, en un autohomenaje que el autor se rinde, como la tarta que ofrecen a la protagonista en la postrer secuencia de la historia.

Mamá cumple cien años

Guión y dirección: Carlos Saura. Fotografía: Teo Escamilla. Intérpretes: Geraldine Chaplin, Fernando Fernán Gómez, Rafaela Aparicio, José Vivó, Norman Briskin. Comedia. 1979. España. Local de estreno: Palafox.

Una exaltación de la clásica familia española

En el filme hay de todo: humor viejo y nuevo, bastante astracán y algún hallazgo brillante, como el descenso inesperado de la abuela. De lo difícil a lo demasiado fácil, cara al público, de Rafaela Aparicio, el guión recurre constantemente a ella y ala gran sabiduría de Fernán Gómez para componer sus tipos extraordinarios, que muchas, veces van más allá de lo que dicen sus imágenes. La estructura general de la obra recuerda la de aquellas comedias teatrales de antaño, sostenidas por un reparto de eficaces actores empeñados en divertirnos con sus pequeños problemas cotidianos. Pues es el caso que esta nueva versión de aquella Ana está tan lejos de nuestra realidad como la primitiva, con sus símbolos, alegorías y fracasos.Aludiendo constantemente a ella, la acción se dilata y está a punto de morir en ocasiones, para ser a la postre empujada adelante, hacia momentos-clave, que unas veces sorprenden, cuando no defraudan. Como quien lleva ya cien años en el oficio, el autor no ha querido dejar nada al azar, cara a un público más fiel que nunca, porque esta vez le entiende en mayor medida. Incluso le ha ahorrado la muerte de la protagonista, y puesto a salvar la cabeza del clan, aprovecha la oportunidad para apuntar un velado mensaje que justifique la película,

El resto, todo lo demás, ya estaba. No ha hecho falta añadir gran cosa, salvo un poco de sal gruesa y una intriga un tanto ingenua a cargo de la familia interesada en vender la casa por un sistema complicado de falsificación de firmas para el pago de letras. Porros, amor, adulterios veloces, perdonados más velozmente todavía, lenguaje libre para adultos y jóvenes actualizan la historia, con pocas novedades de que guardar memoria.

Así, el cine de Saura, tras pasar por Berlín y Cannes, ha venido a descansar sus cien años ya casi patriarcales a este otro Festival de San Sebastián, vecino y amigo. Su ciclo, que ahora comienza a repetirse, amenaza encerrarle en un círculo compacto, donde los mismos rostros, idénticos actores, parecidos problemas y soluciones similares se persiguen eternamente, sin apartarse demasiado de su punto de partida inicial, aun cambiando de género. Se dirá que el público también cuenta, que para él se trabaja, sobre todo en un medio en el que no se puede experimentar eternamente. Santa verdad, pero también alguien ha dicho que el cine es una industria en la que sólo de cuando en cuando sale a la luz el verdadero arte. Elegir entre las dos opciones es cosa del autor. A él cabe decidir su posible trayectoria en esos próximos cien años que ahora inicia este juego postrero con que cierra de momento su obra.

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