Recitales madrileños de Joan Manuel Serrat
«Yo también tengo discos de Joan Manuel Serrat», afirmaba un buen padre de familia a sus colegas. Y es que aquello recordaba lo de pasen y vean, señoras y señores, jóvenes y muchachitas, niños y niñas: ¡la mujer barbuda! Pero que no era la mujer barbuda ni el hombre jirafa, sino Joan Manuel Serrat el que, durante una semana y en el Parque de Atracciones de Madrid, ha concitado la atención de un personal heterogéneo que por ocho durillos la unidad podía acceder a la escucha de uno de nuestros pocos mitos musicales.Desde su época protestona (aunque moderada) y reivindicativa de la lengua que le había tocado en suerte, Joan Manuel Serrat ha pasado a través de múltiples polémicas integrada-escandalosas, que consiguieron dejarle en un limbo de inconcreción ideológica o gestual, no se sabe si negativo o positivo.
Eso sí, de juzgar por la afluencia de fans hacia el auditorio del Parque de Atracciones, esa inconcreción no le ha podido venir mejor a nuestro héroe. Bien es cierto que algunos recuerdan que quiso cantar el La, la, la en catalán y para Europa, y algunos más, que rechazaba el problema de Gibraltar como problema, e incluso que arremetió, en un momento de exaltación (y desde Estados Unidos), contra el régimen de nuestro anterior jefe de Estado. Todo esto y sus discos dedicados a Machado y a Miguel Hernández, o sus canciones alusivas a niñas fugitivas y prostitutas heroicas, le tenían que convertir en la bestia negra del fascismo militante. Pero el pueblo llano, que no es ni era fascista ni militante, se limitaba a escuchar las melodías suaves y melosas de un cantante que balaba dulcemente unos ripios en consonantes al alcance de cualquier amante de Zorrilla o de La venganza de don Mendo.
Sólo así se explica que cuando Serrat apareció bajo aquella cáscara improbable que se yergue sobre el escenario, los miles de personas que allí aguardaban bajo un cielo amenazador prorrumpieran en vítores. Previamente habían tenido que aguantar una especie de obertura entre barroca y rockera a cargo del grupo de acompañamiento; pero daba igual: aquello era como la espera de la paella, y Joan Manuel Serrat, vestido con unos pantalones negros y una camisa roja, se metería la audiencia (ya la tenía) en el bolsillo. Un recital previsible, cuajado de todos o casi todos sus éxitos catalanes y castellanos, y una técnica, un saber estar, envidiables, que secundaba un grupo al que en unos momentos no se escuchaba, mientras en otros parecía ir por su lado. Serrat pasaba del susurro al grito para que los de las filas de atrás tuvieran ocasión de no enterarse o de llevarse un susto, y acababa generalmente con un crescendo que era el detonador seguro
Pero debajo de ese éxito quedaba muy poco. Las inquietudes que reflejan sus canciones parecen agua pesadísima para este Bing Crosby a la española, que canta con acentos dramáticos y escasa, si alguna, convicción en lo que dice.
Babelia
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