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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La Habana: un balance pesimista

SIN LA expulsión de Egipto ni la condena expresa a Marruecos por su intervención en el Sahara, sin la decisión de admitir al régimen de Camboya apoyado por Vietnam, la URSS y Cuba, la larga declaración final de la conferencia de La Habana es menos radical en sus conclusiones que en su lenguaje. El lenguaje es duro, y costará trabajo no reconocer, situándose en un plano de realidades y de apreciaciones históricas, que no refleja una realidad: los países que la suscriben ven continuamente, progresivamente, disminuidas todas sus capacidades, desde el ejercicio total de la soberanía basta la posibilidad de alimentar unas poblaciones crecientes. Las formas de colonialismo visible o invisible se manifiestan en todos los puntos que cita la declaración: desde los más sutiles de la información y la cultura exógena difusa hasta la manipulación de las economías, los mercados, las materias primas. Las formas que buscan estos países, denominados a lo largo de la breve historia de su esfuerzo común de diversas maneras, y ninguna de ellas satisfactoria como definición Tercer Mundo, subdesarrollo, naciones proletarias, neutralistas, no alineados...- para desprenderse de ése colonialismo han ido quebrando al mismo tiempo que crecía el dramatismo de su situación.Es indudable que una de esas formas ha sido la de la violencia. Ha servido en muchos casos para desprenderse realmente del colonialismo occidental -después de haberse liberado de los imperialismos anteriores-, pero nunca ha podido evitar, por una parte, llegar a tener una dependencia del bloque adverso; por otra, resolver los problemas intrínsecos de su estado de subdesarrollo. Vietnam fue apoyado prácticamente por todo el mundo en su guerra de independencia y, sin embargo, el régimen conseguido en esa guerra no ha mejorado las condiciones internas de sus ciudadanos. Las revoluciones que han conducido a situaciones originales, de no dependencia, son tan escasas como fallidas. Irán es el ejemplo más inmediato: su revolución nacionalista, ajena a los bloques, no ofrece por el momento más que caos y perspectivas de catástrofe. Si desde el extremo de la violencia al del colaboracionismo los resultados prácticos son los de fraude continuo, los de la frustración de todas las esperanzas, no es difícil comprender que sean países presas de la desesperación y que esa desesperación conduzca al lenguaje que todo el tiempo ha representado Fidel Castro, para quien la conferencia organizada en su propia capital y los tres años de responsabilidad en la organización hasta la nueva conferencia representan un triunfo considerable. Lo va a capitalizar sin ninguna duda, y probablemente pueda negociar desde ese punto.

Yugoslavia, que puede enorgullecerse de ser una de las pocas naciones que han conseguido un neutralismo real -lo que no le ha impedido ser acusada de colusión con el imperialismo, con Estados Unidos y con China, por los radicales de la conferencia-, se han esforzado, con la poderosa presencia de Tito, en moderar la conferencia, en hacer regresar a los no alineados a su propia definición, a los ideales de Bandung. Si tenía a favor su fórmula nacional, podía tener en contra el ejemplo negativo de las docenas de países que no lo han podido conseguir porque sus circunstancias históricas, geográficas o políticas no se lo han permitido. Puede atribuirse en el activo de Tito haber aplazado las condenas previstas: no por la supuesta colusión con el imperialismo, sino por la posibilidad de mantener todavía cierta unidad en el movimiento. Una unidad quebradiza, que sólo se consigue aplazando la solución de los problemas planteados. No es un problema exclusivo de los no alineados: en nuestro tiempo, todas las grandes conferencias mundiales terminan con soluciones de compromiso que no son resolutorias.

El resumen que se puede hacer de la conferencia de La Habana, y no sólo por el texto de su resolución, sino por los debates; los discursos y las declaraciones, no es optimista. Sin negar que la conferencia ha tenido un valor positivo, por el mismo hecho de que se haya podido celebrar. El pesimismo consiste en que no se advierten soluciones reales para cambiar la situación de los países subdesarrollados o, como dice un eufemismo totalmente inválido, "en vías de desarrollo": esas vías no aparecen. Ni están presentes en la tensión dramática de Fidel Castro, que las lleva sin siquiera matices verbales hacia la dirección de Moscú (cuando se está viendo que la propia Unión Soviética no ha encontrado soluciones definitivas a los sesenta años de su revolución, y que incluso está esclerotizada en su desarrollo), ni en la posición quietista de Tito, ni en la colaboración con Occidente.

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Sin embargo, Occidente sabe también, y antes de esta conferencia, que la explotación pura y simple de materias primas y mano de obra barata se le está agotando (la crisis de la energía no es más que un principio), y que las fórmulas que ha propuesto no funcionan ya. No han funcionado en la reciente conferencia de ciencia y tecnología en Viena ni están tampoco funcionando en los diversos diálogos Norte-Sur. En los propios Estados Unidos, que pueden, sin duda, considerarse un imperio involuntario, como dijo uno de sus teóricos, pero que están forzados, condenados a una posición imperial, al debate sobre el Tercer Mundo, se está perdiendo entre las posiciones de dureza y de intervencionismo directo -ha pasado demasiado tiempo desde la lección de Vietnam, y las de Irán y Nicaragua sirven de acicate a los guerreros- hasta la de las «democracias controladas».

Si la revolución de la URSS está esclerotizada a los sesenta años de su estallido, la de Estados Unidos lo está a los doscientos de su declaración de independencia. Falta imaginación en sus economistas, en sus sociólogos, en sus intelectuales -¿dónde están los Dos Passos, los Steinbeck, de 1929; dónde los Miller o los Mailer de la época de Vietnam?-, en sus políticos. También falta en sus presidentes. Pero desde Lincoln, la imaginación no ha anidado nunca en la Casa Blanca, aparte del período de inspiración lírica de la época de Kennedy.

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