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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Los problemas morales del aborto

El problema del aborto, como todos los que rozan de cerca o de lejos el sexo y la familia, se enfoca siempre con una considerable carga emocional. Es curioso que un debate nacional sobre el aborto, como el que se ha producido hace poco en Suiza, haya despertado más pasión entre los flemáticos helvéticos que si de la pena de muerte se hubiera tratado. En realidad, en todos los países en los que se ha llegado a su legalización, ésta ha sido precedida de encendidas polémicas y violentas discusiones. Ello es lógico, porque el aborto plantea delicados problemas de conciencia difíciles de resolver por la vía pragmática. Los postulados de los grupos feministas reivindican para la mujer la propiedad de sus entrañas, y que éstas dejen de ser simples máquinas productoras de hombres al servicio del establishment. Pero, por otra parte, por más propietaria que sea la mujer de su vientre es difícil reducir la eliminación de un embrión humano a una mera intervención clínica, como sería la extirpación del apéndice. La propaganda, pues, de los antiabortistas, que consideran un crimen la interrupción voluntaria del embarazo, también es respetable, aunque en tal opinión caben algunas matizaciones. Al mismo tiempo, no es menos digna de tenerse en cuenta la actitud de muchas mujeres que rechazan el que su actividad genésica sea incluida por la legislación de los hombres en el Boletín Oficial.

Entre las matizaciones que se imponen respecto a la opinión de los antiabortistas es una de ellas la extraña situación de que los estamentos sociales más proclives a condenar el aborto suelen ser los más conservadores. O lo que es lo mismo, los que defienden tozudamente la pena de muerte, la autoridad a ultranza y la represión. Si, como dicen, rechazan el aborto por respeto hacia la vida humana, luego no son nada respetuosos con el hombre en concreto. La experiencia cotidiana nos enseña que los que muestran tanta solicitud por los no nacidos suelen expresar muy poca por los vivos. Los franceses antiabortistas, por ejemplo, con su famoso slogan «Laissez-les vivre», jamás han desfilado con sus pancartas por delante de los tribunales que dictaron las últimas y numerosas penas de muerte ni ante los reclutas que partían a morir en Argelia.

Es significativo a este respecto que el aborto fuera duramente reprimido en la Alemania nazi o en la Italia de Mussolini. En ambos casos es lícito pensar que tras esa incitación a la natalidad no se escondían razones humanitarias, sino la necesidad de obtener abundante carne de trabajo y de cañón. La pequeña historia del aborto en Francia es aún más explícita, si cabe. Fue Napoleón Bonaparte, cuya falta de respeto por la vida humana está fuera de duda, el que reforzó las penas contra el aborto. Un Gobierno liberal y pacifista, en 1923, el que dictó las leyes sobre la materia que han estado vigentes hasta hace poco; en ellas, el aborto, de ser un crimen, pasaba a ser sencillamente un delito. Pero más tarde, bajo Pétain, que no vaciló en suministrar judíos franceses a los campos nazis de exterminio o en entregar al verdugo víctimas, inocentes para contentar a los alemanes -es el caso que nos muestra la película de Costa Gavras Sección especial-, volvieron a reforzarse considerablemente las penas para las mujeres que abortaban y los que intervenían en ello, hasta el punto de que el 30 de julio de 1943 fue ejecutada una lavandera que había efectuado veintiséis abortos.

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Condenar el aborto, de acuerdo, pero siempre que se arbitren los medios necesarios para que el número de madres que han de recurrir a él sea el mínimo posible. Es incoherente penarlo duramente y, al mismo tiempo, prohibir la publicidad de los medios anticonceptivos o negarse a institucionalizar los centros de planning familiar. Así, el, problema del aborto se convierte en uno más de los signos de discriminación de clases. Las mujeres pudientes tienen el recurso del viaje médico-turístico a la capital de Inglaterra, mientras la gran masa no tiene acceso a los anticonceptivos ni a la información que cualquier labrador puede obtener sobre reproducción de ganado o selección de semillas. No tiene nada de extraño, pues, que las víctimas de las intervenciones abortivas hechas de cualquier manera -la aguja de hacer calceta y la mesa de cocina- se recluten, como siempre, en las clases menos favorecidas de la sociedad.

Los innumerables ayatollahs de nuestro país cargan a la mujer que aborta con los estigmas del crimen y lloran sobre las sombras de los cientos de miles de niños no nacidos, pero toda su actividad práctica para reducir esta massacre se limita al cómodo expediente de encasillar el aborto como una más de las «corrupciones inevitables» y considerar que la pena, de acuerdo con la vieja moral cristiana, es el obligado corolario de los placeres ilícitos. Y como esta pena no puede reducirse a ser una sanción para los que incumplen una mera política natalista, tratan de hipertrofiar al máximo lo que pueda haber de delictivo en el aborto, comparándolo con un crimen, con el asesinato de un ser humano, nada menos.

No vamos a entrar en la polémica de si un embrión de noventa días puede ser considerado un ser humano. Santo Tomás, con su teoría de las almas sucesivas, adjudicaba al feto un «espíritu vegetativo», y Jacques Monod, premio Nobel, afirma que tanto la vida como la muerte está ligada a la actividad cerebral, y ésta no se da en un embrión de menos de tres meses. Por más que se pretenda considerar el aborto como la muerte de un ser humano, el pragmatismo de la vida real nos demuestra que cuando una mujer pierde su embarazo de forma accidental no asume, lo que sólo es un contratiempo, como si de la muerte de un hijo se tratara, luto y lágrimas incluidos. La interrupción de un embarazo es, en todo caso, la anulación de una expectativa futura, no de una realidad.

Defendamos a los no nacidos, por supuesto, pero sin olvidar a sus madres. Que unas 3.000 mujeres fallezcan o queden estériles en nuestro país cada año por abortos clandestinos es también una pesada carga para nuestras conciencias. Prohibir el aborto o legalizarlo pueden ser dos opciones defendibles, pero las cifras, con su tozudez objetiva, nos aportan un no desdeñable peso para la balanza moral. En los países en los que el aborto no está legalizado mueren del 1‰ al 2‰ de las mujeres intervenidas -y hay treinta millones de abortos anuales en el mundo-; donde está legalizado, sólo del 1 al 3 por 100.000. Esto es lo que venía a decir a la prensa Gordon Chase, jefe de los servicios sanitarios de Nueva York, después de la legalización del aborto en dicho estado: «Es evidente que el aborto ofrece un problema moral. Pero no solamente: el del feto. Debemos interrogamos sobre la moralidad que consiste en forzar a una mujer a tener un hijo que no desea. Debemos también preguntamos si es moral dejar a las mujeres en manos de charlatanes o abortadores criminales. Pase lo que pase, las mujeres desesperadas seguirán abortando ilegalmente si no les ofrecemos los medios de hacerlo legalmente.»

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