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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La economía y el Gobierno

El Gobierno ha cumplido su penitencia parlamentaria. El programa económico -aunque no se ha presentado ni discutido en el Parlamento- ya está «ahí», y el hecho es importante porque puede significar el comienzo de una época en la que se dedique más interés y más seriedad a un tema al que hasta ahora se le había dado un tratamiento poco responsable. La existencia de otras prioridades o de otros problemas simplemente más acuciantes puede justificar, en parte, este abandono económico, pero siempre quedará un porcentaje de responsabilidades que habrá que atribuir, en su conjunto, a una clase política excesivamente ensimismada y anestesiada por sus confrontaciones ideológicas y personales y a un Gobierno muy eficaz y muy hábil en muchos terrenos, pero poco coherente y demasiado cambiante en el terreno económico.1. Hay que reconocer, en cualquier caso, que a escala mundial no hay un exceso de claridad. Los problemas básicos de todas las economías occidentales son muy similares a los de la economía española y las soluciones aplicadas, prácticamente, idénticas. Hay, desde luego, importantes diferencias de grado en cuanto a la potencia y las posibilidades respectivas, pero el mal de la desconfianza, de la inseguridad y de la desmoralización se ha generalizado por igual. En el último número de la revista Time (27 de agosto), un grupo de importantes economistas norteamericanos acusan a su Gobierno de que ha motivado a sus ciudadanos a gastar mucho y a ahorrar poco. Según estos expertos, la política monetaria, presupuestaria y fiscal ha promovido una tendencia al consumo inmediato en lugar de a una inversión para el futuro. Añaden que América se está comiendo su equipo-capital, que la mayoría de su maquinaria y sus factorías se han quedado obsoletas, que la productividad se ha reducido gravemente, que el crecimiento es muy inferior a la demanda, que se está desarrollando una mentalidad «a corto plazo», en cuya virtud lo mejor es «comprar ahora» o incluso «endeudarse para comprar ahora», porque mañana todo costará más. En Francia, en Alemania, en Inglaterra pueden escucharse comentarios del mismo tenor.

Lo grave es que nadie se atreve a ofrecer soluciones dogmáticas, sino soluciones elásticas. Al final sólo parece existir acuerdo en cuanto a la doble necesidad de controlar el gasto público y estimular la inversión y el ahorro privados. Pero ideas concretas, nuevas o antiguas, hay muy pocas, quizá porque, como decía el economista americano Kenneth Boulding, «la solución a la mayoría de los problemas económicos casi siempre se encuentra en otras ciencias ». Es casi seguro, en efecto, que lo que está sucediendo -además de no saber lo que nos sucede- es un síntoma de que la sociedad necesita un modelo cultural distinto. La humanidad quiere trabajar de otra manera, buscar su felicidad de otra manera y ser gobernada de otra manera. Pero el tema merece un estudio aparte.

Lo que está claro a escala internacional (y en su medida a la española) es la lucha entre dos tendencias básicas y unas resistencias tradicionales. Las tendencias pueden resumirse así: necesidad de una mayor internacionalización de la economía luchando contra el proteccionismo y mejorando el diálogo entre países pobres y países ricos, y necesidad de efectuar una reconversión industrial a gran escala para mejorar los índices de productividad y adaptar la economía a un nuevo tipo o modelo de crecimiento. Las resistencias fundamentales tienen su origen en el egoísmo de los países desarrollados, en el temor a todo cambio por inevitable que sea y en ese sentido de omnicompetencia compensada por una clara incapacidad de los Gobiernos y la clase política, a quienes la aceleración de los procesos electorales les obliga a operar con políticas superficiales y a cortísimo plazo. Nadie duda en la actualidad de que el crecimiento económico requiere cambios estructurales porque los problemas planteados no se van a resolver con el mero paso del tiempo. No es imaginable un nuevo ciclo de reactivación en las condiciones actuales. Pero, a pesar de ello, los políticos, atemorizados ante el coste social y económico del cambio y sin tiempo para ejercitar la imaginación, prefieren aceptar un cierto y creciente desprestigio antes que arriesgarse a afrontar la realidad.

2. Pero entremos en un terreno más concreto. Las críticas fundamentales señalan que el programa económico del Gobierno no es un programa imaginativo ni un programa concreto. Se dice que el Gobierno lo ha redactado «a regañadientes», como un colegial castigado en vacaciones. Ello le da -según un distinguido empresario- un tono despectivo y convencional y un sabor frío y seco. Se añade que el Gobierno hubiera preferido no decir nada. El Gobierno hubiera preferido andar paso a paso, con las vacilaciones y rectificaciones necesarias, en un mundo en el que los cambios ideológicos se han hecho tan frecuentes como los monetarios o los tecnológicos, en un mundo en el que sólo se puede estar preparado a lo imprevisible. Se dice, asimismo, que es un programa sin brío. No tiene, en efecto, ese vigor que da una esperanza auténtica ni esa fuerza que dan las convicciones contrastadas. Se dice, en resumen, que no es un verdadero programa y luego se añaden, de un lado, unos comentarios sobre lagunas, olvidos y, sobre todo, inconcreciones; de otro, alguna que otra declaración ideológica sobre el mantenimiento de un sistema injusto o la tibieza en defender ese mismo sistema y, por último, como era de esperar, un nuevo llamamiento comunista a un nuevo pacto político-sindical-empresarial de tres años -que hace un año era, como es lógico, a cuatro años- lleno de sentido político partidista y escaso de realismo. social y económico. No son, en su conjunto, críticas muy profundas.

El programa del Gobierno no acepta, en verdad, muchas críticas ni muchas alternativas. Es un análisis certero y realista de los problemas que nos acosan y un marco muy general, conscientemente muy poco comprometido, de las soluciones posibles. Es eso y no podía ser otra cosa. En sus 118 páginas -que hubieran podido reducirse sin gran esfuerzo a menos de la mitad- el Gobierno lo que nos viene a decir es que España tiene un potencial de crecimiento muy grande que sólo podrá desarrollarse si acometemos con decisión una política energética seria, si establecemos un marco de relaciones laborales más europeo, si llevamos a cabo una reconversión industrial de los sectores en crisis, si controlamos la irresistible ascensión del sector público y si flexibilizamos nuestras estructuras productivas. Es muy dificil estar en desacuerdo con este planteamiento general. Es una lista no sólo de lo que se podría haber hecho, sino también de lo que habrá que hacer siempre. El problema está en el cómo y es ahí donde el Gobierno justifica la pretendida inconcreción diciendo que una programación más detallada «significaría aumentar el grado de rigidez de nuestras estructuras de producción en un momento en el que, por el contrario, requieren un mayor grado de flexibilidad para poder adaptarse a la crisis energética mundial y a las incertidumbres que de ella se derivan» (párrafo cuarto, apartado IV).

Esta justificación resulta sorprendente. Es una justificación que no se corresponde con la realidad ni con el objetivo final que se persigue. El Gobierno no debe excusarse de no entrar en una programación más detallada por dos razones básicas. En primer lugar, porque la programación es bastante detallada en casi todos los aspectos si efectivamente se cumpliera con el espíritu y el plazo que se menciona. Y en segundo lugar, porque de lo que se trata es de que el Gobierno reduzca sus intervenciones en la vida económica, y una de las intervenciones más clásicas y más negativas es precisamente la de planificar o programar la vida económica.

La libertad política ya está conseguida. La libertad sindical lo estará en plazo muy breve. Nos falta ahora la libertad económica. Conseguirla parece ser -aunque haya que leerlo entre líneas- el gran objetivo del programa económico y es ahí donde los empresarios tienen que luchar con decisión. No se trata, sin duda, de dar un paso hacia atrás sino de lograr algo que el empresario español nunca ha tenido. El eterno intervencionismo del Gobierno ha sido ciertamente el que ha producido una concentración abusiva de poder económico en muy pocas personas y el que ha creado unas estructuras monopolísticas fuertes para defenderse y endebles para competir. Esa libertad económica favorecerá al sistema en su conjunto, pero especialmente a los pequeños y medianos empresarios, atenazados entre la discrecionalidad burocrática y la gran empresa. Hay que liberalizar el sistema financiero, hay que reducir el poder administrativo, hay que eliminar las tentaciones planificadoras. Necesitamos una economía de mercado con igualdad de oportunidades, con justicia fiscal, con competencia leal, pero intensa, y con una capacidad de progreso inigualable. El Estado-patrón ha demostrado ya su ineficacia reiteradamente para que se le conceda un nuevo margen de confianza.

El Gobierno parece estar en esta línea y si así fuera se habría dado un gran paso hacia adelante, aunque sería inútil desconocer las enormes dificultades políticas y sociales con las que va a enfrentarse hasta eliminar ese miedo a la libertad económica después de tantos años de dirigismo y paternalismo. El Gobierno debe convencerse de que con el mecanismo fiscal, las leyes antimonopolio y el poder administrativo tiene medios más que suficientes para controlar la actividad económica y los empresarios tendrán que aceptar un nuevo sentido de la responsabilidad en un espacio económico más amplio, más competitivo, más interesante y más real.

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