El lenguaje de los políticos
Muy pronto estará en librerías una gramática guanche debida al dirigente del MPAIAC, Antonio Cubillo Ferreira. Los canariólogos están de enhorabuena, pues nadie en el mundo está hoy en condiciones de reconstruir aquella lengua muerta, y, sin embargo, Cubillo... tampoco. Ello no obsta para que domine el guanche. De hecho, el lenguaje de los políticos es un tema tan apasionante que ya existen en castellano al menos dos libros con el mismo título y argumento. Uno es de Klaus (en Anagrama), y el otro, de Felipe Mellizo (en Fontanella). Y lo extraño es que no haya otra media docena, pues el tema es interesante de verdad, al punto que no debe haber un solo escritor que no haya pensado alguna vez en tratar el argumento.En España, además, el lenguaje de los políticos tiene aquel algo de novedoso que lo hace especialmente atractivo, pues, en efecto, hasta no hace mucho, el lenguaje del poder era el no-lenguaje, o sea, el lenguaje más litúrgico que se conoce: el silencio. Solís Ruiz llamaba la atención, no por lo que decía (que casi siempre era un decir innecesario), sino simplemente porque hablaba. Así lo motejaron rápidamente el piquito de oro del régimen. De un régimen que no hablaba, entre otras cosas porque nada tenía que decir, y porque jamás sintió la necesidad de autojustificarse. Además, los políticos de años hace tenían la plena conciencia de no estar culturalmente pertrechados como para afrontar el riesgo del debate. Así, pues, callaban. El lenguaje del franquismo fue el silencio de la esfinge. Los síseñores procuradores recordaban, por su recato oratorio, la pose hierática del mayordomo del milord o la imágen inútil muda y solemne, del macero. A veces hablaban incluso más de la cuenta, pero su palabra, cansina y apelmazada, no solicitaba el oído y sonaba a más silencio.
Es cierto que en las nuevas Cortes-Parlamento algo queda del viejo silencio sacramental de la vieja época. Así, por ejemplo, a la hora de defender los intereses de la población, los que técnicamente tienen la palabra, no tienen la voluntad, y así callan. Han sabido no abusar de la confianza: la democracia les dio la palabra y ellos, educadamente, no se cogieron el discurso.
Leía no hace mucho, en una crónica parlamentaria, que un cierto diputado bebióse fatalmente por error el agua restante del orador que le precediera. Y se comprende: tal era la falta de costumbre en el abuso de la palabra de parte de los «procuradores», que el personal de las Cortes encargado de los servicios menudos había perdido la agilidad del gesto. Antes, un vaso de agua daba para toda una sesión. Y si hoy pasa aún algo esto, las razones no son ya políticas, aquel cándido non saper nulla de los procuradores, sino obedecen a motivos de economía energética. Corren tiempos de austeridad y la «fogosidad» oratoria de nuestros diputados al plantear los problemas de la calle nos demuestra felizmente que poseemos al diputado formato-económico, modelo austeridad, que exigen los tiempos. Quiero decir: con oradores así nos ahorramos hasta el agua mineral. A ellos también les corresponde el mérito de dejar siempre en suspenso el mágico interrogante de cómo será el lenguaje de los políticos. Hablan casi siempre los mismos; los demás callan. Ellos preservan, virgen y quasi-inexplorada, la erótica del lenguaje. De hecho, en la exhibición de algunos oradores ha quedado muy clara la componente libidinal del discurso. Su lenguaje, cuando al final se ha producido, ha brotado litúrgicamente, suave, solemne y calmo. La gesticulación que ha acompañado al regalo final de su palabra, ha sugerido el gesto de parsimonia mágico-divina de la señora que se desnuda por primera vez: su secreto maravilloso se nos ha revelado finalmente en una liturgia de tiempos suspendidos. La placidez postorgásmica del discurso parlamentario se debe también al sistema bipartidista parido por las urnas, y en cuya virtud cada orador es políticamente gemelo de su eventual contradictor.
El silencio de esfinge de los demás no es, con todo, representativo. Al contrario, la frondosidad oral ya ha tenido ocasión de expresarse en el Parlamento español. Al monólogo ante el espejo del franquismo ha sucedido el monólogo a voces múltiples de la democracia, o sea, el debate. Así hemos podido comprobar ulteriormente la primera gran cualidad del lenguaje de los políticos: su perfecta no-necesidad. El lenguaje del diputado -mascota no tiene ninguna función demiúrgica; su habla representa tan sólo un desgaste ritual, o un deber de urbanidad (hablar porque le toca), o bien la palabra -como diría: Barthes- es su modo de estar en ocio y demostrarlo.
La mayor o menor transparencia del lenguaje es otra cuestión. El arte de la oratoria superior es el arte del oscurecimiento de la palabra, o sea, el sacrificio barroco de su poder de comunicación. El lenguaje de los políticos, como el de los jueces, como el de los médicos, como el de todo quien tiene poder, es un lenguaje de proyectos a largo plazo que, ya por su propia proyección cósmica, hacia el futuro, permite no declarar las intenciones para el presente. Y este lenguajearte-de-la-ambigüedad, se construye, además, con una semántica impenetrable, a base de una terminología hermética, hasta lograr convertirlo -como dice Bassaglia- en una especie de guiño secreto que sólo entienden los pertenecientes a la secta.
Por lo demás, el lenguaje de los políticos se proyecta hacia el mismo universo de clases de donde casi siempre el político procede; es decir, apenas roza tangencialmente la condición obrera y la realidad de la clase. Pero al mismo tiempo está claro que el obrero es el destinatario del discurso. Se habla para él. O sea, para impresionarle, al objeto precisamente de no hacerse entender... y por tanto respetar. El juez habla latín para persuadir al reo de la seriedad de la ceremonia. El sacerdote recurría al mismo expediente hasta no hace mucho. El médico emplea una terminología oscura, resultado de la combinación del griego y del latín, para persuadir al paciente que tiene indefenso entre sus manos, de su competencia mágica e hipnotizarle. Así, a nivel semántico, toda autoridad edifica su poder sobre el efectismo que produce en el vulgo su dominio de lo ignoto, mágico y extracotidiano.
Un uso puntilloso e innecesario de locuciones fuera de uso, antiguas y misteriosas, refuerza la mágica razón de ser de los poderes públicos. De ahí también que el arte del oscurecimiento de la palabra (aparte de la caligrafía barroca, expresión del dominio de las artes), hacen parte de la formación escolástica de la burguesía. El griego y el latín lreparan el pimpollo burgués para su futuro dominio mágico (sacerdotal) sobre la plebe. La aspiración dominante pasa por el dominio del efectismo mágico del lenguaje. El saber y la erudición no tienen aquí una finalidad de servicio (saber para ser útil), sino persiguen el carisma sacerdotal del hechicero («saber» para dominar).
Por cuanto hace el lenguaje del político (casi siempre de formación humanista), el abuso del latín es la norma. Y la intención (ya que no la palabra), es transparente. El efecto atávico y litúrgico que produce sobre el oyente-masa la exhibición en el dominio de las lenguas muertas, no puede pasarnos desapercibido. La manipulación y la familiaridad con lo arcano y misterioso, transporta al propietario del saber arcaico al reino mágico del hechicero tribal y le transfiere su carisma. Como ya señaló Veblen, el elemento recóndito del saber ha sido en todo tiempo un elemento muy atractivo y eficaz para la finalidad de impresionar a los ignorantes o a los ajenos a ese universo de sabiduría mágica. Igual, el político erudito se muestra también él propietario de un lenguaje exclusivo, todo hecho de fórmulas de ultratumba (griego, latín) que ya sugieren su comunicación directa con los dioses y su dominio escatológico.
En otro orden de cosas, el dominio de las lenguas muertas y de las locuciones extranjeras, abstrae al político de la realidad de la calle (lo transporta a un universo distinto) y le permita no afrontarla. El uso de un código semántico propio, especializado, y la ambigüedad de la palabra, tienden a ocultar su falta de soluciones... e incluso de intenciones. Por lo demás, cada profesión segrega su lenguaje. La misión salvacionista del diputado (su programa salvador o el diluvio nacional), y la naturaleza de los problemas que en teoría afrontan (sobre su mesa se posan en busca de solución todos los problemas tradicionales de la existencia, el trabajo, el alimento, la sequía, la reparación de las catástrofes), reproducen la problemática laboral del hechicero y reclaman, también aquí, un cierto dominio de las fuerzas naturales. Quizá ha sido la misión coincidente la que ha generado un lenguaje coincidente.
Sintomáticamente, el lenguaje del político se hace menos cristalino a medida que el objeto del discurso interesa, en efecto, a la mayoría. Así, por ejemplo, es típica la densa oscuridad de su palabra cuando afronta el tema económico, cuya incidencia sobre los intereses objetivos del ciudadano es directa, inmediata... y a menudo pavorosa. Aquí, la oscuridad semántica revela su utilidad práctica. El uso sistemático y lujoso de un lenguaje (un guiño) específico, a imagen y semejanza de los introducidos en el arte mágico, logra por lo pronto un efecto reconfortable: el que el vulgo renuncie definitivamente a entender e interesarse por la cuestión económica, y por tanto deje hacer a los especialistas en los temas que en realidad deciden la política.
En este contexto, el hecho de que Cubillo domine el guanche (lengua desaparecida, que le ha susurrado al oído un pajarito), no rompe la norma. Hace mucho tiempo que los políticos hablan en guanche. A diario, y sobre todo cuando les interesa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.