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Reportaje:

Purgatorio e infierno de ciento cincuenta mujeres en la cárcel de Yeserías

Rosa Montero

La cárcel de Yeserías, en Madrid, es una prisión en la que las 150 reclusas que están en su interior padecen un purgatorio que a veces resulta también un infierno. En un reciente programa de radio -Tiempo de vivir, de RNE-, las internas y quienes las vigilan explicaron qué supone vivir entre esas cuatro herméticas paredes. La serie fue seguida con mucho interés por la amplia audiencia que tiene esta emisión. Sobre los cuatro programas de que constó, ofrecemos a continuación un amplio informe.

Es un día cualquiera de este agosto, cae el sol con la misma obcecada furia de todos los veranos y la vida se desliza pausadamente dentro del sopor de vacaciones. Dicen los anuncios que es tiempo de playas, de sonrisas morenas, de aceites bronceadores, de bebidas exóticas sorbidas con clinc, clinc de hielos junto a la piscina: la mítica publicitaria pinta siempre un agosto idílico y brillante. Es este, pues, un tiempo de gozo obligado, un tiempo de vivir. Como ese Tiempo de vivir, un programa de Radio Nacional que se ha colado estos días dentro de las casas, en el camping, en la playa, congelando el sudor de los oyentes. Y así, mientras doña Matilde se embadurna el muslo con una mezcla casera de aceite y vinagre, más efectiva en sus cualidades torratorias que cualquier producto de belleza, dice ella, y mientras don Tomás ojea las pechugas ajenas tras el parapeto del periódico, perplejo ante el monokini, y mientras tío Ernesto abofetea concienzudamente al sobrino que le ha llenado de arena, sintiéndose todos inmensamente desgraciados y exasperados en medio de tanta felicidad obligada, mientras sucede todo esto, digo, la radio, inesperadamente -ese transistor que emitía la canción del verano hace un momento-, rompe su programación supuestamente refrescante con un espacio que más que frescor introduce frío, el frío interior, la penumbra del ánimo, el mordisco en el estómago. Un espacio insólito que durante cuatro días seguidos -agosteños, vacacionales, soporíferos- ha conectado con la cárcel de mujeres de Madrid, con Yeserías. Y allí están los periodistas que lo han hecho, Manuel Torreiglesias, Carlos López, Salvador Martín, Concha Martínez, Elvira Marteles y Miguel Angel Carvaj ales, todos ellos cortando la digestión de la paella a los veraneantes, más que si de una inmersión en agua fría se tratase.Un viejo caserón

Y así, a través de la radio, entre la línea de sombrillas y el filo del mar, parece levantarse de repente el viejo caserón de Yeserías, resquebrajado, corroído, una mole de ladrillos rotos, un edificio de techos tan altos que la presa se siente aplastada por esa vaciedad, aún más sola y más ajena, y los globos de luz, perdidos en la altura, están llenos de polvo, y los pasillos son interminables, y en invierno silba el viento a través de ellos, porque las ventanas encajan mal y siempre hay corrientes heladoras, y ahora, que es verano, Yeserías se convierte en un horno sin posibilidad de escapatoria: es una asfixia oscura que oprime cuerpo y ánimo más que nunca, es un encierro abrasador.

Y por la radio llega, por ejemplo, la voz de esa chica de Bilbao de veintiséis años, una toxicómana de buena familia que lleva dos meses presa y que quizá deba estar otros seis más: «Yo era una niña rebelde, según me contó mi madre... A los dos años me mandaron a un colegio y..., bueno, a los doce entré interna con las monjas, claro que... Recuerdo de aquello el compañerismo, porque encontré más cariño ahí dentro que con mi familia, y luego... Luego bebía bastante, alcohol, claro, y era terrible; decidí dejarlo porque perdía la memoria, hacía mucho daño; yo tenía veintitrés; por entonces hacía que estulaba relaciones públicas, secretariado, todo eso... Y entonces hubo un incendio en casa, mi padre murió a las 48 horas, y aquello fue muy fuerte porque... me dijeron que yo era la culpable del incendio, y yo no... Yo no me sentía culpable, pero todos hablaban de eso, hasta los vecinos; decían que yo había matado a mi padre de disgustos... Y aquello fue demasiado fuertef y me descontrolé totalmente... Ahora sí, ahora pienso que yo fui culpable del incendio porque yo estaba en casa... Se quemó la cocina, todos los electrodomésticos; debió ser un descuido; no sé..., pero entonces no me sentía culpable y me descontrolé, me marché de casa, me fui con unos amigos que se pinchaban... y... a los tres meses, de tanto meterme anfetaminas, pues.... que es lo que yo me meto: anfetaminas; bueno, pues me caí en la calle, así: plaf, porque pesaba 35 kilos.. Yo estaba muy mal, muy mal, porque la anfetamina no tiene sobredosis, ¿no?, o sea, que no te mueres... Te vuelves loca... 0 sea, que yo me pasé tres días andando por Vizcaya, tuve que parar, tuve que parar, y todo el mundo me echaba de sus casas, eso es normal, vale, yo lo acepto porque- estaba muy mal, estaba muy loca, había Regado a una esquizofrenia provocada, no sé, algo así... Y entonces llamé a mi madre, porque mi madre, cuando yo me pincho, dice que no quiere tenerme en casa; vale, también lo acepto, pero... Entonces no tenía a quién recurrir. Le dije: "Por favor, que quiero ir a casa, que quiero descansar, que quiero dormir", y me vino a buscar en coche, a treinta kilómetros de Bilbao, y no me llegó a subir a casa; me tuvo abajo, en el coche; llamó a la policía y allí mismo vinieron a detenerme, porque llegaban a casa citaciones de un robo que no he cometido, pero que no viene al caso... Bueno,que cogí un coche y, como no tengo carné de conducir, lo estrellé contra otros tres... Y vino la policía y me detuvo, y supongo que mi madre me denunció por eso, porque tenía miedo al rollo de la ley, y me dijo: "Te tengo que entregar", y cuando me vino a visitar a la cárcel me dijo: "Es que te tenían que llevar; si hasta te pinchabas en casa." Y yo le dije: "Pues si me veías tan mal, haber me llevado a un médico y no a la cárcel, porque esto es la cárcel, la cárcel", y desde la playa de vera neo se escucha el grito: «Esto es la cárcel.»"Crecer en este inflerno"

Hay 150 mujeres, todas juntas y revueltas, en Yeserías, toxicómanas con prostitutas, con aquellas que han robado, con aquellas que tienen a sus hijos en la cárcel -hasta los tres años de edad-. Que ya lo dicen las mismas funcionarias, y Ana María de la Rocha, la directora, y Pilar, la críminóloga, y Margarita, la psicóloga, que lo peor es que estas cárceles no tienen pabellones aislados para cada tipo de- reclusas que los niños han de vivir y crecer - en este infierno, y De la Rocha lo admite: «Aquí regenerar al preso, no; aquí lo más que se puede conseguir es que no se deteriore la personalidad de la mujer que tíene que pasar estos años en el establecimiento penitenciario, que no le queden dernasiados rencores ni resabios», porque las cárceles son una máquina de destrozar personas.

Y ahora, usted, que está limpiando el bocadillo de hormigas en la merienda campestre, imagine la angustia de cada día en esa cárcel recalentada y sin excusas por la que deambulan como sombras las internas, paseando la angustia desde la esquina de esa sala grandota y sin muebles al pasillo de azulejos descascarillados, gimiendo para dentro, obsesionadas por esa congelación de tiempo que es la cárcel, por ese estar enterradas en vida, y en la enfermería hay grandes colas de reclusas que piden píldoras contra la ansiedad y el miedo, que ellas localizan en un dolor de cabeza, en una punzada en el estómago, y que en realidad no es más que el ahogo de saberse encerradas en una pesadilla, aunque, como dice la bilbaína, «el dolor de cabeza es provocado por los nervios, pero existe; el dolor de estómago es provocado por la angustia, pero existe; la histeria es provocada por la cárcel, pero existe; no se puede negar que la realidad existe». Esa realidad ruinosa y antropófaga de cada día, que te conduce irremisiblemente a la locura, un navegar entre aguas irreales, prisión, prisión, prisión, y la bilbaína sigue diciendo: «Yo, cuando llegué aquí, escribí una carta diciendo que no me sentía presa, que la libertad interior la seguía teniendo. Ahora, que han pasado dos meses, me siento presa, me siento... histérica, vamos; el otro día, sin ir más lejos, pues... Hace tres días estaba yo en un departamento que a ciertas horas lo cierran, y entonces los nervios, me entró una asfixia, una claustrofobia, que yo no he tenido nunca claustrofobia... Todo mental, claro, pero una llorera... Aquí lo llamamos día taleguero, pero que es algo que pasa continuamente; aquí te encuentras en la escalera a una persona llorando, ¿qué le pasa?, día taleguero, 0 sea, día taleguero como si fuera una cosa muy normal, y estoy asustada porque aquí vas perdiendo- los sentimientos poco a poco, porque te tienes que acostumbrar a ver esas escenas... Al principio, yo decía: "Me niego a volverme como una piedra" pero al final te tienes que volver dura, para defenderte ...»

Una condena brutal

Y para sobrevivir hay que encerrarse en «una concha de cristal», embrutecerse, no pensar, como confiesa hacer esa otra mujer que lleva dos años y medio en Yeserías, que fue condenada a doce años y un día y a dieciocho años más por estafa, por extender cheques sin fondo (una treintena de ellos, por un valor total de unas 700.000 pesetas). Una condena brutal, tan desmedida en este mundo de estafas y estafadores honorables. Y esta mujer procura trabajar día a día, redimir pena hora a hora, abotargarse con las ocupaciones cotidianas, porque no hay que pensar, no hay que imaginar los años de encierro que aún quedan, porque si no una se descontrola, se desmorona, cae entada en una revuelta del pasillo, sin fuerzas para respirar, temiendo que al corazón se le olvide latir, con la angustia pegada a las sienes, a las aletas de la nariz, llorando de pavor y soledad en un día taleguero mientras las demás internas pasan a tu lado ignorándote, como sombras, no vaya a ser que la angustia salte a ellas, tan contagiosa el. Y es lo que dice la interna porestafa: «En la cárcel hay compañeras, pero no amigas, porque la amistad no existe, porque la cárcel es un infierno.» Y una chica de Zaragoza, que está condenada a dos años por robo de taxis, añade que «en la cárcel no se habla: se grita, se vocifera, se exaspera.» Y luego cuenta su vida, su infancia en la inclusa, su internamiento en un colegio a los siete años, su boda a los dieciséis, «para poder escapar», su primer robo a un taxista a punta de cuchillo, porque tiene cuatro hijos, y había que comer, y el marido acababa de salir de la mifl y estaba sin trabajo. Pero ya lo ha dicho Ana María de la Rocha: «Aquí lo más -que se puede conseguir es que no se deteriore la personalidad.» Fuera excusas, pues, fuera coartadas, la teoría de las cárceles como centros regeneradores no sirve, no funciona. Las prisiones son sólo eso: prisiones enloquecedoras, punitivas, en donde los más débiles son condenados a purgar los pecados de esta sociedad pluralmente criminal, y con su enloquecimiento se paga la cuota de supervivencia de nuestro mundo demente. Y así, los cuatro programas de Tiempo -de vivir, tan poco comunes, tan sangrientos, han sido como un grito, un asomarse al abismo que llevamos dentro, una patentización de nuestra culpa. Pero tras el leve sobresalto, tras el desasosiego, recuperaremos el sopor tranquilizador de los veranos, seguiremos limpiando nuestro ombligo de arenas picajosas y condenaremos a las presas, a los presos, a esa última tortura, tan feroz, la tortura del olvido.

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