De rebelde, nada
Es una de las pocas aseveraciones que no hace falta repetir porque, a priori, todos están convencidos de ello. «Los jóvenes, ya se sabe, son rebeldes; la rebeldía de los jóvenes..., cuando uno es joven no quiere obedecer, basta que el mayor le indique un camino para que él, automáticamente, emprenda el camino contrario... »A mi parecer, ello es totalmente incierto. No hay nadie en la vida más disciplinado, más obediente que un joven; nadie más capaz de llevar a término una orden recibida que un muchacho de pocos años, no ya sin discutir, sino sin solicitar siquiera una aclaración.
Yo creo que el error de los mayores que definen esa rebeldía está en considerar como única verdad indiscutible la suya; única causa digna de seguirse la que siguieron ellos. Si el hijo, el sobrino o el vecino disienten de esos principios pasan automáticamente a la categoría de rebeldes o revolucionarios, sin darse cuenta que lo que ha hecho el menor ha sido trasplantar su fidelidad a otro campo, cambiar de dueño, de señor, de guía. No es, como piensan sus padres, un iconoclasta; lo que ha hecho es cambiar de icono, pero sigue su nuevo culto con el mismo o mayor énfasis que el viejo siguió el suyo.
Los ejemplos están en las páginas de cualquier periódico. Hace poco se descubrió una banda juvenil cuyos miembros llevaban grabada una letra, creo recordar que era una ele, en el antebrazo en alusión al nombre del cabecilla. Jóvenes son los componentes de la ETA y el GRAPO, que no discuten jamás la orden que reciben para acabar con la vida de alguien.
Y si los enemigos de la ley son jóvenes cumplidores de una consigna, también son jóvenes los que se enfrentan a ellos en nombre de esa misma ley. El revolucionario de veinte años que dispara contra la policía es contestado a tiros por un muchacho de su misma o parecida edad, tan entregado a su causa como él a la suya, igual de seguro en sus convicciones. «Orden, paz ciudadana», como el otro lo está de «revolución, cambio social»; en ambos casos hay idéntica pasión igualmente enjaezada y dirigida. «Ha dicho el jefe que ataquemos», corresponde exactamente a: «El teniente ha dado la orden»; en cualquiera de los dos casos, el joven cumple consignas, avanza, se arriesga; de rebelde no tiene nada.
Si la rebeldía, como dicen, fuera la reacción normal del joven, no sería posible, en tiempos de paz, ni el ejército ni la policía. Sólo esa edad puede aceptar la situación (increíble desde el punto de vista lógico-intelectual) que permite a un sargento decidir que lo urgente es realizar media vuelta a la derecha, marchar durante unos metros y de pronto dar vuelta a la izquierda y recorrer el mismo camino en la dirección contraria. Piénsese lo que sería llamar a hombres de cuarenta años en tiempos de paz y colocarles en un patio a realizar maniobras de este tipo. Lo probable es que cada vez que se diera una orden habría diez voces preguntando la razón de ese movimiento. A los jóvenes, en cambio, les parece muy natural colocarse en pelotones y en compañías, andar y pararse, correr o estar quietos, permanecer de pie o tirarse al suelo. Porque desde niños están buscando una causa que seguir y un jefe al que obedecer, y en cualquier colegio el maestro os mostrará quiénes son los «que mandan» en la clase, cuáles son los respetados, los «prepotentes», los obedecidos.
No; los jóvenes no son rebeldes. Los jóvenes son obedientes, disciplinados, capaces de sufrir toda clase de privaciones físicas y morales, de ir a la cárcel o a la muerte en aras de un ideal que siguen siempre a través de un individuo, es decir, de una jefatura. Ese jefe puede ser sólo un poco mayor que ellos, pero ya sabe más de la Idea que les inspira y, por tanto, hay que seguirle hasta el fin si es necesario. Sus órdenes no se comentan. Se cumplen. Es cierto que en algunos casos esas órdenes están tan en contradicción con la filosofía que ha inspirado al muchacho a entrar en el partido que, como en el caso de Las manos sucias, de Sartre, el idealista a veces no puede conciliar lo «que conviene» con la lógica, no puede admitir que alguien sea hoy un héroe y mañana un traidor sin haberse movido de su sitio, pero esas circunstancias se dan pocas veces. En su inmensa mayoría, el joven, entregado a una causa, actúa indiscriminadamente contra quien le ordenan sus superiores, porque ellos son los sumos sacerdotes de una religión que han abrazado con la pasión que sólo se siente cuando no se tienen muchos años. Por ello, son los primeros en ir a las guerras.
Los mayores, los sesudos mayores, se equivocan cuando hablan de la rebeldía como una condición típica de los muchachos, algo que les obliga a decir automáticamente que «no» a las virtudes de un pasado que ellos se empeñan en comunicarles. Porque ese «no» para lo que vieron en casa se convierte en un «sí» igualmente rotundo para lo que aprendieron en la ajena.
El joven de hoy no está en la rebeldía general contra el ayer porque ese alejamiento de una «verdad» le llevaría a desconfiar de todas las que se ofrecen a su vista como tales. El joven no abandona el mito en general, sino ese particular mito que le han intentado inculcar en su ambiente y como no puede dejar de creer en algo, lo sustituye inmediatamente con cualquier otro que encuentre en su camino. Lo que no podrá ser nunca el joven es frío y distante; su alejamiento del dogma de ayer no desemboca en la indiferencia sino en la entrega a otro dogma (incluso los «pasotas» no pasan de música o de droga), y lo defenderá violentamente como han hecho todos los fanáticos desde que el mundo es mundo.
No. Lo grave del joven no es que sea rebelde. Lo grave del joven es que es obediente, fatalmente obediente, sumiso a una voz ajena a la que sigue con fidelidad perruna. Una voz que puede decirle: «Mata», en nombre de la patria española... o de la vasca... o de la catalana... o de la tradición, o de la revolución; lo que sea. Siempre hay pretextos para matar y pretextos para morir. Y siempre habrá un joven que crea que no son sólo pretextos.
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