La conquista de la herencia
In vivo, no in vitro, realiza Rubén Darlo la integración del mundo hispánico. Paso a paso, en su propia persona, en su realidad misma, va incorporando los diversos miembros de ese cuerpo histórico cuyo espíritu es la lengua española.Si se leen los millares de versos que escribió antes de 1888 -antes del primer libro suyo, escrito desde su personal instalación, Azul...-, se ve cómo el joven poeta nicaragüense estaba inundado, casi abrumado por su herencia española. Según parece, desde los catorce años había absorbido los innumerables volúmenes de la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra; es claro que los poetas vigentes en aquel momento: Zorrilla, Campoamor y Núñez de Arce, lo dominan, sobre todo el primero. Todo lo que escribe viene de ellos. Pero todo eso lo lee en Nicaragua y en otros países de Centroamérica, y luego en Chile. No tiene más remedio que revivirlo -más aún: que repensarlo- De España le viene el reconocimiento, el prestigio. Su primera visita al país originario, cuatro años después, es demasiado breve, pero le sirve ya para dar concreción, visualidad, voces en los oídos, manos que se estrechan, a lo que antes eran sólo papeles impresos.
Y cuando, ya desde una primera instalación americana en la Argentina, Rubén vuelve a España en 1899, la distancia -mínima- desde la cual la mira le sirve para verla entera en su conjunto, para ganar independencia, libertad, perspectiva. Por eso se da cuenta, quizá mejor que nadie, de lo que está apareciendo y germinando, de una España nueva que va a ser la suya.
¿Por qué? ¿No se siente profundamente americano? ¿No experimenta la seducción de Francia? ¿No mira de reojo, con mezcla de rencor, temor, admiración y esperanza, a Estados Unidos? En las «Palabras liminares» antepuestas a Prosas profanas (1896), Rubén Darío se siente curiosamente desarraigado de espacio y tiempo, lo que es más grave aún: «¿Hay en mi sangre alguna gota de sangre de Africa, o de indio chorotega o nagrandano? Pudiera ser, a despecho de mis manos de marqués; mas he aquí que veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles: ¡Qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer. » Y luego, cuando el abuelo español le ha señalado los retratos ilustres (Cervantes, Lope, Garcilaso, Quintana) y él le pregunta por Gracián, Teresa la Santa, Góngora, Quevedo, y luego invoca a Shakespeare, Dante y Hugo, y en su interior a Verlaine, concluye, al despedirse, con la frase famosa: «Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París.» De mi tierra, dice Rubén; se entiende, de España. Y es curioso que en las adiciones a este libro en la edición de 1901 (después de su nueva llegada a España) aparecen constantemente los temas españoles: «Cosas del Cid », los siete «Dezires, layes y canciones», «La gitanilla», «A maestre Gonzalo de Bereeo».
Creo que la razón profunda de que Rubén se incorpore a España como patria propia -aunque no única- en 1899 es que en ella encuentra lo que no había hallado en ninguna otra parte: su generación. Es absolutamente claro que Rubén considera como los «mayores» a los escritores consagrados -muertos o declinantes en su segunda visita-; ningún país hispanoamericano, no ya su pequeña Nicaragua, pero tampoco Chile o la Argentina, tenía suficiente densidad intelectual y literaria para que emergiera un grupo de escritores en que se personificara y expresara una generación, con rasgos recognoscibles. En la emergente «del 98», Rubén descubre a sus verdaderos coetáneos, con los cuales puede expresarse, que lo ayudan a ser el que tenla que ser, a quienes estimula, incita, potencia.
Desde 1905 va a publicar en Madrid (Cantos de vida y esperanza). «El movimiento de libertad», dice en el prefacio, «que me tocó iniciar en América se propagó hasta España, y tanto aquí como allá el triunfo está logrado.» En España, observa, los únicos libertadores del ritmo habían sido los poetas del Madrid cómico y los libretistas del género chico. «Yo no soy», dice, «un poeta para las muchedumbres. Pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas. » Y añade que su poesía «era mía, en mí»; y «voy diciendo mi verso con una modestia tan orgullosa que solamente las espigas comprenden». ¿No son esto expresiones del afán de autenticidad, la clave de la genlalidad de la generación del 98?
Elcanto errante (Madrid, 1907) está dedicado «a los nuevos poetas de las Españas». «El movimiento que en buena parte de las flamantes letras españolas me tocó iniciar, a pesar de mi condición de "meteco", echada en cara de cuando en cuando por escritores poco avisados, ha hecho que El Imparcial me haya pedido estas dilucidaciones.» «Yo, sin ser español de nacimiento, pero ciudadano de la lengua ... », añade. «Los maestros de la generación pasada nunca fueron sino benévolos y generosos conmigo.» Y recuerda, ante todo, a Valera, pero también a Castelar, Campoamor, Núñez de Arce, Cánovas, Rueda y unos cuantos más, entre ellos, Emilia Pardo Bazán y Menéndez Pelayo. Y cita al señor Ortega y Gasset, cuyos pensares me halagan», y a «nuestro gran Cajal». Y todavía concluye «Yo no soy iconoclasta. ¿Para qué? Hace siempre falta a la creación el tiempo perdido en destruir. Mal haya la filosofía que viene de Alemania, que viene de Inglaterra o que viene de Francia, si ella viene a quitar y no a dar.
Sepamos que muchas de esas cosas flamantes importadas yacen, entre polillas, en ancianos infolios españoles.»
Quizá la expresión más honda y viva de lo que llamé la «españolización» (no hispanización, porque ya era absolutamente hispánico) de Rubén Darlo se encuentra en una frase estupenda de ese mismo texto: «¡Tener ángel, Dios mío! Pido exegetas andaluces.» Desde entonces, Rubén va a funcionar como un español, en pie de igualdad con los nacidos en España, no menos español que ellos, y en algunos aspectos más, en avanzada, en descubrimiento de lo más profundo de esa lengua y la literatura que en ella se hace.
«Y, ante todo, ¿se trata de una cuestión de formas?, se pregunta Darlo. «No. Se trata, ante todo, de una cuestión de ideas. El clisé verbal es dañoso porque encierra en sí el clisé mental y, juntos, perpetúan la anquilosis, la inmovilidad.» Y más adelante: «Ser sincero es ser potente.» Por eso comprende bien la poesía de Unamuno, tan distinta de la suya (y por eso Unamuno llega a comprender la de Rubén y, con extraña finura, la de Manuel Machado); por eso se siente en profunda hermandad con Valle-Inclán, sobre el que tan hondamente escribe, con Antonio Machado, con Azorín.
Las palabras que acabo de citar ¿no significan un acercamiento al espacio y al tiempo en que el poeta vive, a su circunstancia inexorable? El Rubén joven detesta la vida y el tiempo en que le tocó nacer; pero ahora se siente perteneciente a un mundo, que comparte con los hombres del 98. No está muy lejos de las palabras de Azorín en 1913: «No es principalmente una orientación literaria lo que, a mi parecer, nos congrega aquí. La estética no es más que una parte del gran problema social.»
«Lo que heredaste de tus padres, conquístalo para poseerlo.» Estas palabras de Goethe expresan la trayectoria de Rubén Darlo al descubrir, asimilar, fecundar la generación del 98. A lo largo de muchos años va haciendo suya toda la realidad española. Y lo hace de la única manera que es posible: creadoramente. Como era un gran creador, no tenía miedo, no tenía que «defenderse» de España, para poder ser. Y, de paso, su presencia, su ejemplo, su amistad personal, su geniafldad, llevaron a sus coetáneos españoles a superar la cerrazón a que la derrota del 98 hubiera podido impulsarlos. No podían ignorar América, porque uno de ellos era americano. Uno y otro tomaban posesión de su realidad total, de su realidad verdadera -léase, por ejemplo, el prólogo de Unarnuno al libro Alma América (poemas indo-españoles), de José Santos Chocano (1906). Se verá cómo tropieza con el americanismo brillante, tan lejano de su brumoso vasquismo, en el cual estaba todavía tan sumergido: Chocano lo obliga a ir más allá de sí mismo, a vivir algo que le es a un tiempo propio y ajeno, que lo incita a volver a su origen. «Y me ha sido provechoso pasear mi espíritu por ese otro mundo, por ese nuevo mundo, más nuevo para mí cuanto más con él me familiarizo. Otro mundo, otro mundo para mí, y, sin embargo, otro mundo muy español, otra España.» «Es», añade, «la España mayor; ella es parte de nuestra gran patria espiritual, constituida por la lengua. » «Sí, la lengua, que es la sangre del espíritu, es el fundamento de la patria espiritual, y más dueños de América nos hace Cervantes que hizo a nuestros abuelos Colón.»
Podría haber sido el lema de la generación entera del 98 esa frase de Rubén que antes cité: «Hace siempre falta a la creación el tiempo perdido en destruir. » Deberia ser nuestro lema en las dos orillas del Atlántico.
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