La vanidad en vano
Parece que agosto se ha empeñado en sobarme el nombre, al menos en este periódico. Un día es Losantos, que va y vuelve con su Tancredo apodíctico; el otro es Cardín, que me envía a la anatoliana isla de los pingüinos en la siempre grata compañía de Pierre Clastres, y, hoy sí y mañana a lo mejor también, salgo en la cosa de Ullán, en la que se añora y se hace aflorar a Umbral. Es la fama, por fin. Pero no quiero incurrir en megalomanía y paranoia: son sólo casualidades, ocupación de gente ociosa. Losantos me pregunta: «¿Pero quién se ha creído que es?» ¿Y tú me lo preguntas? ¿Ya no se acuerda de mí? Soy ese señor al que se dedican doce páginas de invectivas en cada número de Diwan, o en La Bañera, o en la ya fenecida -¡qué injusto es el mundo!- Revista de Literatura. El más humilde se sentiría halagado, y Losantos me reconviene: «Debería estarme agradecido ... » Pues no, no lo estoy, y es que, como advirtió Valle Inclán, «hay honra en ser devorado por los leones, pero ninguna en ser coceado por los asnos». De todas formas, algo me verán Losantos & Co. cuando tanta atención me dedican. Me atrevo a suponer que como tal atención no es de argumentación y refutación crítica, sino que pertenece al campo patológico del insulto compulsivo, se busca por medio del escandalillo pseudoiconoclasta la promoción de quienes no la lograrían por otro medio. Por eso a Losantos no le asustan mis vapuleos dialécticos, sino que le encantan: no me extrañaría que en su próximo tercio incluyese un formulario de suscripción a la revista que entre él y yo promocionamos. El señor Losantos afirma jubiloso que no quisiera cambiarse conmigo por nada del mundo. Por lo que sé, es dado a estas resignaciones a lo ineluctable disfrazadas de elección voluntaria: el otro día, renunciaba al Estado Libre del Tremedal y aceptaba el que de todas formas le ha tocado en suerte; hoy, con parejo estoicismo, renuncia a una metamorfosis nada obvia y decide que mejor no meneallo. Pues él sabrá. En todo caso, puedo asegurarle que mi indiscutible vanidad es como la de san Agustín; «Cuando me considero en mí mismo, nada valgo; cuando me comparo, valgo mucho.» Añado un correctivo de modestia, que el orgullo del santo no consintió: cuando me comparo con Losantos y subcosas de su género, no cuando topo con eminencias más venerables.Sigamos. El arte intimidatorio de Losantos, que conmigo, lo siento, no le funciona, se apoya en dos armas cargadas de futuro: la mentira y la tergiversación. Vamos con algunos ejemplos de ambos géneros. Miente Losantos como el bellaco que es cuando afirma que he asegurado alguna vez pasar de todo, que no me ha importado la política de derechas ni la de izquierdas y que nunca metí baza mas que para decir que no jugaba. Miente a sabiendas porque en mis libros me he referido más veces que lo hubiera deseado a la actualidad política española, porque no tiene más que preguntar a algunos de sus hoy colaboradores qué y cómo fue cierta campaña por la amnistía de los presos comunes y contra la cárcel, porque nadie ha sido expulsado de la universidad franquista por pasota -los toros no eran entonces las vaquillas emboladas que lidia Losantos- ni ha visitado Carabanchel por abstenerse. Y miente también, ya enviciado, cuando asegura que mi artículo sobre la cultura española y contra la vieja «España esencial» que él y otros nos quieren vender era un ataque personal contra un señor y unas publicaciones cuya atención hacia mí durante mucho tiempo nunca había recompensado con nada que no fuera desprecio. Discutí los malos tópicos de Losantos porque trataban no de mí, sino de algo como España, las Españas y las anti Españas, el Estado y la lucha concreta y actual por su revocación, temas todos ellos que precisamente porque no paso de todo me interesan y de los que ya me he ocupado en muchas ocasiones y a lo largo de bastantes años.De lo que allí expuse, él no quiere saber nada y prefiere creer que es un falso artículo contra un ente verdadero, su propia persona, cuando en realidad se trata de un verdadero artículo en el que su persona, por falsa e irrelevante, no aparecía más que en forma de cita de las proclamas a las que sirve de megáfono o, mejor, de sonotone.
Mi artículo respondía a otro del señor Losantos sobre Bergamín en el que se tergiversaban las ideas de dos de los españoles a los que leo en los descansos que me deja la absorción masiva de literatura inglesa. Uno, Rafael Sánchez Ferlosio, cuyo estupendo artículo sobre Villalar y el barullo de las autonomías organizadas como forma de descentralización del Estado y no como emancipación de él, se convertía poco menos que en un adalid de la España una y grande, cuya intangibilidad cultural reclama Losantos. Precisamente, Ferlosio tiene sobre este tema unas páginas muy hermosas, incluidas en el volumen segundo de Las semanas del jardín, en las que discute un Menéndez y Pelayo, bastante losantiano, con Juan de Mairena y un vejete, en una taberna sevillana. Allí el vejete proclama, frente al españoleo de Meriéndez y la ironía de Mairena, defender la España de los cuatro reinos, la que expira con los Reyes Católicos, tal como cayó la Italia de Venecia y Florencia, de Lombardía de Módena y Parma o la Alemania de las ciudades libres. Menéndez y Pelayo, exaltado, le acusa de judío y de estar dispuesto a franquear de nuevo el paso del estrecho a la morisma... Como Goytisolo, vamos. Y el otro español tergiversado -aquí viene lo bueno- es el propio Bergamín. ¿Se acuerda Losantos de-aquello que yo decía en mi artículo y que a él le hizo tanta gracia, a saber, que quizá sean más verdaderamente españoles en el sentido menos programático y reaccionario del término los que luchan contra la España de los Menéndez y los Pelayos de hoy que los que la apoyan? Pues mira por donde Bergamín, quizá sabedor de ciertos manejos que se cometen con y en su nombre, ha publicado un artículo en el diario vasco Eguin donde, a cuenta de tomar defensa de las manifestaciones de guerra a España que un diario francés atribuyó a Telesforo de Monzón, afirma: «Contra esa España (la de los curas, bachilleres y barberos que siguen mandando en ella) es contra la que pelea el pueblo vasco y con él Monzón. Esa España (vuelvo a insistir en repetirlo) que era aquélla y sigue siendo ésta, sólo que muchísimo peor, es la España contra la que yo llevo peleando, dentro y fuera de ella, más de la mitad de mi vida... Y sé también que a los españoles de la España quijotesca no podían herirles las palabras atribuidas a Monzón. Porque ven, como yo lo veo en la valerosa lucha del pueblo vasco, todavía una desesperada esperanza para los demás pueblos españoles que apenas (¡y a qué duras penas!) si pelean; si pueden o quieren pelear. Incluyendo a los catalanes.» Y acababa con una cita de Unamuno: «Mi pelea es porque cada cual, hombre o pueblo, sea él y no otro.» ¡De modo que el españolismo de izquierdas era esto y Losantos, el muy taimado, no nos lo quería decir ... ! Pues nada, ya han caído los trajes nuevos del emperador y el bicho vuelve a ir desnudo, como merece. Antes me reprochaba Losantos acabar mi faena pinchando en hueso; pues aquí tiene la estocada secreta de Lagardére... en el rincón de Ordóñez.
Acabo, que el asunto ya no merece más vueltas. ¿Vuelvo a dar el salto de la rana? Por mí que no quede: cuá...cuá... cuarenta años de españolistas y españoleadores ya han sido suficiente. Y ahora me retiro, que la res no da más juego y basta con una faena de aliño.
Babelia
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