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La cultura española y los mandarines chinos

Refiriéndose sin duda a la Alemania académica que él conocía muy bien, Max Weber debió de redactar con verdadera fruición el capítulo sobre los «Letrados». de su libro sobre la Religión de la China. Los letrados chinos, dice allí, son carismáticos y su carisma reside en una competencia absolutamente teórica y presumible, pertenecen a una aristocracia y su renombre procede de su habilidad para pasar los exámenes académicos. Una vez hecho esto, sólo tienen que mostrar un celoso conformismo y todo irá sobre ruedas. Confucio mismo, que es su maestro, fue una personalidad totalmente oficial, un burócrata, y sólo de modo secundario fue un escritor y un maestro. Su manera de escribir, como la de todos estos letrados, está llena de eufemismos y de alusiones que sólo se entienden en su círculo como guiños de ojos de quienes están en un secreto. «El espíritu caballeresco, masculino, racional y sobrio» de todos ellos es «comparable a la mentalidad de los romanos»: miran la muerte cara a cara pero el concepto mismo de pecado les es extraño.Weber con todas estas consideraciones, estaba apuntando al Heldelberg de su tiempo, que él conocía tan excelentemente, y quizá ni él mismo escapaba a una cierta condición de mandarín de la ciencia, como le reprochaba el historiador del arte Carl Neumann, que, más tarde, haría el mismo reproche a los discípulos mismos de Weber: Troeltsch o Wilhem Windelband. Pero, evidentemente, el paralelo con los viejos mandarines chinos del saber no podía llevarse muy lejos con honestidad: la competencia en Heidelberg no era precisamente sólo teórica y presumible. Podían darse cacicadas o incluso verdaderas dictaduras académicas, pero competencia había, ¿quién puede dudarlo? La Religión de la China refleja, más bien, estructuras culturales de sociedades ciertamente orientales y viejísimas como la nuestra, en las que la competencia consiste verdaderamente en títulos y posiciones culturales, incluso fabricadas por el marketing, pero ungidas de un tal grado de sacralidad que parece una blasfemia no reconocerlas.

Loudoun

Cuando el famoso caso de las endemoniadas de Loudoun se hizo preciso, según los jueces, un peritaje médico, pero entonces se planteó la cuestión, ante la diversidad de los dictamenes emitidos, de cuál de ellos valdría más, y el criterio de selección fue éste: el diagnóstico de un médico de una villa o ciudad valía evidentemente más que el del médico de una agrupación de población menor, y la calidad del diagnóstico se debilitaba a medida que los médicos que lo emitían residían más lejos del «ombligo del mundo» en que Loudun se había convertido. Pocos años después, en los círculos en que se movía Moliére, ya se reían de estas medidas, y, en plena Ilustración, eso parecía el despropósito mismo, pero yo no estoy tan seguro de que en esta sociedad nuestra hasta a nivel de competencia médica no siga pensándose lo mismo que los muy ilustres magistrados de Loudoun. Y lo que es cierto es que nuestros valores culturales y nuestros círculos de decisión cultural siguen estando en círculos de mandarinazgo: en la casta de los letrados chinos.

Y, sin embargo, este es un país donde las cosas nunca son tan claras como a primera vista parece, y Confucio, en vez de encontrarse revestido de autoridad sacral, bien puede hallarse destripando terrones: el Confucio maestro y escritor, quiero decir, claro está. Aunque, luego, pasen por Confucios los que ostentan el mandarinazgo y, con él, la presunción de todas las sabidurías. Aquí, entre nosotros, como Américo Castro nos advirtió tan oportunamente, aunque por lo visto sin grandes consecuencias, no se pueden aplicar las categorías racionalistas, francesas y «nunca hubo en España una clase ilustrada y un pueblo ignorante... España es una realidad, vitalmente singular y continua, imposible de ser estratificada y escindida en capas separa das unas de otras». Minoría y masa no coinciden aquí con las clases sociales, efectivamente, y las élites intelectuales quizá no lo son más que por su habilidad y posibilidades para sentarse en esa posición y haber hecho acopio de aceites de unción sagrada. Nuestro drama actual está en que esas élites se han creído realmente tales y han creído inmotivadamente en su propia competencia, exactamente como nuestras élites políticas se sienten realmente redentoras y la sal de todo un pueblo a quien en suma desprecian y del que sólo esperan que siga fiando en su esotérico lenguaje, que se supone de una gran profundidad -simplemente por que no se entiende o no quiere decir nada, sino sólo pretende impresionar- o temiendo el caos casi cósmico que se produciría si esas élites no estuvieran ahí.

En una carta abierta que en este mismo periódico me dirigía, hace unas semanas, Víctor de la Serna decía, muy a derechas y a las claras, que este es un país profundamente inculto, y creo yo que esa profunda incultura, en verdad una especie de Ignorancia General Básica -la IGB-, se manifiesta en esas pretendidas élites como en parte alguna. Pero he dicho que son los mandarines de la cultura, sin embargo, los centros de decisión política y social, y, así, no veo, querido amigo Víctor, cómo nuestro porvenir va a resulta, no ya esplendoroso y esperanzador, pero ni siquiera un acontecer moderno.

Una personalidad ilustre puede decir aquí que Bach era muy católico, exactamente como el señor González Ruano dijo en el Ateneo en fecha memorable que Cervantes no sabía escribir y eso le coronó de saber profundo y de suma competencia. Todo el mundo se deshará en reverencias, y pobre del que se atreva a contestar que Bach es, más bien, la encarnación misma del protestantismo y concretamente del luteranismo, si no lo dice desde otra tarima de mandarinazgo! Así las cosas, es lógico que todo el mundo se apresure a buscar su tarima. El pueblo español del XVI ya lo había comprendido muy bien, y las madres que despedían a sus hijos que iban a Salamanca les decían previsoramente: «¡Suerte Dios te dé, que de saber no has menester! »

Y claro está que en China ha habido una revolución y todo eso, pero nada ha cambiado entre nosotros: política, social y culturalmente hablando, esto sigue siendo «la religión de la China» o quizá sólo el famoso cuento chino.

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