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CIUDAD REAL: PRIMERA CORRIDA DE FERIA

La sospecha del afeitado

Quizá haya una explicación para que los veterinarios de Ciudad Real dieran por buena la corrida de Diego Puerta, pero no nos explicamos cuál pudo ser. Porque los seis toros, y más que ninguno el quinto, tenían tan llamativas malformaciones en las astas -para decirlo de una vez y sin disimulos: parecían afeitados- que, según la lógica y el reglamento taurino, que para eso está, debieron rechazarlos todos en el reconocimiento.La sospecha del afeitado asalta a todos los públicos en todas las plazas, y este asunto lleva camino de convertirse en escándalo, porque nunca en toda la historia del toreo, ni en aquella nefanda del cordobesismo alucinante, saltaron a los ruedos las reses con los pitones tan escandalosamente mermados, escobillados o romos.

Plaza de Ciudad Real

Primera corrida de feria. Toros de Diego Puerta, discretos de lámina, muy sospechosos de pitones, manejables. Paquirri: bajonazo (oreja). Tres pinchazos sin soltar (más palmas que pitos). Julio Robles: pinchazo y estocada (oreja). Estocada caída, atravesada y estocada delantera baja (oreja). Luis Francisco Esplá: media atravesada (petición y dos vueltas). Estocada (oreja).

Acaso fuera que los «barberos» de entonces tenían más arte que los actuales, o quizá sea -hasta admitimos esta extrañísima posibilidad- que los toros de esta época se automutilan más que en ninguna otra. Pero aunque este último caso fuera el cierto y no hubiera hoy afeitado, tampoco los toros automutilados son de recibo, pues el reglamento taurino señala, como uno de los motivos de rechazo en el reconocimiento veterinario, que las reses no tengan las defensas íntegras, sin matizar si fueron disminuidas de intención o por accidente.

Lo de Ciudad Real ayer fue una vergüenza. El público no se enconó, pero por los tendidos se oía continuamente la denuncia: «¡Afeitado, afeitado!» Y cuando saltó a la arena el quinto, aquello ya resultó no sabríamos decir si atropello o disparate, pues lisa y llanamente estaba desmochado. Ningún veterinario, nadie que tenga la responsabilidad de ejercer la autoridad en el espectáculo, puede dar por apto, bajo ningún concepto, un toro así.

Paquirri brindó el cuarto al ganadero -Diego Puerta, como decíamos-, que ocupabaun burladero. Lo más probable es que no se refiriera en absoluto al importantísimo detalle de las mutilaciones. Hay entre taurinos un pacto de silencio al respecto (y a otros respectos casi tan graves como ese) y en cualquier caso un brindis no parece ocasión adecuada para abordarlo. Más bien Paquirri le diría a Puerta que su corrida estaba saliendo muy buena para los toreros -¡y tan buena!-, por lo que le felicitaban, le daban -las gracias, y besitos no, aunque ya puestos podría valer. Sin embargo, si Puerta es ganadero de ley, imaginamos que el brindis le produciría un bochorno más que añadir al de la presentación de la corrida.

Efectivamente, los toros salían buenos (para los toreros) y si hubo una excepción fue precisamente el de Paquirri, que a lo largo de la lidia iba a menos, hasta llegar a nada. Es más: juraríamos que se moría. Cuando Paquirri decidió entrar a matar, después de una insoportable porfía, se le apreciaron al toro alarmantes convulsiones. Y se murió, pero no de las estocadas, pues sólo había sufrido tres leves pinchazos.

Paquirri tenía la tarde negada a toda inspiración y si resultó pesado en aquel muleteo inexistente, más pesado fue aún en banderillas, y también en la faena de muleta a su primero, a cuya bondad infinita respon dió con yarios cientos de pases, ni buenos ni malos, sino todo lo contrario. El Escorial quedaba lejos de aquí.

Como era de esperar, Esplá le dio un baño con las banderillas. En sus primeros toros se cedieron los palos. Esplá colocó un mal par al primero, pero en el tercero mejoró los de Paquirri sin necesidad de esforzarse, y en el sexto, las facultades, la torería y la espectacularidad del alicantino borraron al barbateño de la nómina de banderilleros. Con la muleta, en cambio, Esplá ni siquiera llegó al oficio de Paquirri y le superó en vulgaridad.

El toreo verdadero lo hizo Julio Robles, a lo largo de dos faenas bien construidas. Empezaba con pases alargando el brazo, muy feos y ventajistas; pero luego instrumentaba muletazos de verdadero sabor, ejecutados con sentimiento. En los de pecho, principalmente, estuvo magnífico Julio Robles. Y, además, ya embalado por la senda del triunfo, terminaba con desplantes oportunos. Está Robles en una etapa interesante de su caIrrera profesional, en la que puede alcanzar la consideración de figura, y la conseguirá muy pronto si sigue en esta línea de arrojo. Lo que ya nos gusta menos es que haya copiado de un compañero alicantino esa desangelada forma de concebir y rematar los muletazos, que consiste en estirar el brazo a tope (como si lo tuviera de escayola) y clavar en el hombro la barbilla. El tal torero tiene, junto a una natural finura, ese defecto, y es curioso que Robles se lo haya ido a copiar. Por ese camino no irá a ninguna parte.

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