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La verbena ha vuelto a Madrid

Los dos últimos años han ofrecido a los madrileños una inesperada novedad: algunas fiestas populares, que se consideraban irremisiblemente desaparecidas en los antiguos patios de vecindad, han reaparecido en la calle. Según todos los indicios, una de las más representativas, la verbena de la Paloma, que había sido confinada en las zarzuelas, ha vuelto de repente a su barrio. Sobre lo que parece ser su resurrección, Julio-César Iglesias ha escrito el siguiente reportaje

El petardo de fogueo, hábilmente lanzado bajo la mesa por un diablillo de nueve años, despierta por primera vez a Alfonso Moreno, el vendedor de berenjenas. Como cada año, Alfonso ha instalado su berenjenal más allá de una encrucijada, al abrigo de las esquinas y de los efímeros colgantes de seda. Lo suyo es un huerto provisional conservado en vinagre, con la probable complicidad de los laboratorios que fabrican remedios para la úlcera de estómago. Aplica unas claves comerciales irrebatibles: vende por cinco duros una berenjena de buen tamaño y luego invita a vino en bota a sus clientes; el derecho a un nuevo trago justifica la adquisición de la segunda berenjena, y así, los paseantes se ven abocados a una aguda polémica digestiva; al terminar la noche añaden a la duda de si primero fue el huevo o la gallina la de si primero fue el trago o la berenjena.Alfonso evita todos esos peligros con una excepcional simplicidad: se apunta exclusivamente al trago. Para él, los riesgos son mínimos: casi siempre ve con absoluta claridad lo que le rodea, y sólo a veces se siente trasladar entre vapores a otras épocas, de modo que en su mente pueden confundirse en sueños La Revoltosa de la zarzuela que estaba en los relatos de su abuelo; los embozados de Goya, que están en sus pesadillas, y Antonio Gala, que pasa de pronto entre ángeles, calle de la Paloma arriba, apoyándose en un bastón ingrávido como la cola de un cometa.

Ahora, cuando comienza la verbena, Alfonso ve las cosas clara gracias al primer petardo del diablillo. Distingue a lo lejos el pelo blanco de Mercedes Rosado, que está vendiendo pitos pa pitar, capirotes y oropeles desde hace cincuenta años. Representa la paciencia de las gentes capaces de invertir un año de padecimientos en esperar cinco días inolvidables; a ella le basta cerrar los ojos en los primeros cinco minutos de fiesta para entender nuevamente de cuplés y bombardeos. Hasta el año pasado decoraba su portal con una imagen de la Virgen de la Paloma, y la revestía con un bando de palomas vivas, para que, si se repitiese el milagro de la ascensión, la Virgen no tuviera que hacer el viaje sola. «Pero he dejado de arreglar mi portal porque tengo muchos años y esto ya no es lo que era. Echo de menos los organillos y los bailes y, sobre todo, los patios de vecindad, donde las familias nos reuníamos, como si hubiésemos decidido asociarnos.» Su compañera María Madrigal, la florista, también da por perdidos aquellos pueblos íntimos que se agrupaban alrededor de la sartén, y consumían indistintamente churros y una limonada comunal cuya fórmula se está perdiendo. «Yo sigo vendiendo las mismas flores de siempre: claveles, nardos y gladiolos, pero la gente ha cambiado; antes participaban más en la fiesta; ahora vienen casi todos de mirones, y no se escucha ningún pianillo.» A María, el primer apellido le obliga a llevar la verbena en el carné de identidad, y los zarcillos de antaño le han desgarrado los lóbulos de las orejas, como a Mercedes le desgarraron el portal los constructores de ahora. Mirándolas a través del chorro del valdepeñas, Alfonso Moreno acierta a explicarse un viejo Madrid gremial donde los curtidores de la Ribera, los cedaceros y las floristas inventaban los sindicatos. Tiempos en que las cortes celestiales cabían en un portal.

Tal vez la resurrección

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A las doce de la noche, la calle de la Paloma empieza en la florista y se prolonga a través del olor a pólvora, a canela y a fritura requemada hasta la iglesia. En apenas doscientos metros, entre las explosiones, los gritos de los vendedores y las frases hechas, se descubren ciertos resabios costumbristas que permiten un cierto optimismo. No se escuchan los organillos en cadena en cambio, sigue siendo posible escuchar el acordeón de Luis Sempere, que viene por aquí «desde hace más de veinticinco años. Lo conservo perfectamente afinado y parece tener fuelle para rato». Sigue viniendo «porque la gente es buena y lo que en el fondo nos ocurre a todos es que estamos esperando una oportunidad de divertirnos». Luis vive a voluntad de los demás, quizá porque no ha sabido dar con el punto justo en los acentos musicales, o acaso porque sabe sonreír de un modo muy especial, como un Juan XXIII de los pentagramas. Hoy todavía no ha ganado para el bocadillo; sin embargo, se reconforta cuando ve pasar, entre volutas y lentejuelas, el fantasma del paro, seguido por cuatro encartelados que,portan la inscripción «Obreros sin trabajo y sin derecho a seguro de desempleo», y un enorme saco para recoger donativos. Han sido cerrados los patios de vecindad, pero se escuchan todavía sobre las notas de acordeón y los lamentos de los parados las frases geniales de tía Paz, La Vecindona, que en noches como ésta solía decir: «El que se acuesta sin cenar es porque quiere; con no acostarse ... » Luis sonríe de nuevo.

Otro petardo, hábilmente lanzado por el diablillo de antes bajo la mesa, despierta nuevamente a Alfonso Moreno. ¿O es un cliente de Emilio Olcoz, que ha conseguido colar un tejo en la boca de la rana? Emilio viene desde hace treinta años y sabe hacérselo muy bien. «Cobra veinte duros por cada serie de cinco tejos: si empiezas bien la mano, puedes colarle algunos y llevarte el mono de peluche; ahora que, como te distraigas con los petardos, la boca de la rana acaba pareciéndote la ranura de una hucha.» Alfonso da explicaciones inútiles a un japonés que prefiere el vino a la berenjena, mientras Juan Ortiz despacha un par de velas de color rojo en la cerería y sostiene la tesis de que la verbena es recuperable, al menos en parte. «Yo creo que la decadencia tocó fondo el año pasado, porque desde entonces la gente ha vuelto a venir. Los patios de vecindad son imposibles en estos tiempos, en que los esquemas de los constructores han cambiado; hoy no deben de quedar más de dos. A pesar de todo, las fiestas de barrio podrían sobrevivir, aunque fuese con alguna variación. Nosotros aquí seguimos, vendiendo velas desde hace más de cien años; las hay de treinta pesetas, de cuarenta y de cincuenta. ¿De sebo? No; son de parafina.» Alguien prende un cirio frente al altar mayor de la iglesia de la Paloma, un templo iconoclasta en el que la Soledad de la Paloma, nombre original de la Virgen, se confirma con la falta de decoración; se diría que hoy los santos han salido al exterior, a jugar devotamente a la rana o a tentar a la suerte en la ruleta barquillera de Félix Cañas, que ha instalado seis máquinas este año. «Máquinas viejas que hemos tenido que abrillantar y engrasar. En ellas siempre se gana, porque hacemos los barquillos nosotros mismos, con harina, leche, huevo, azúcar, agua y canela, cosa un poco difícil en estos tiempos.» A esta hora, Alfonso mira a su alrededor: el falso chino se ha esfumado.

Al fondo, los misóginos se reúnen ante una barraca para disparar contra las ilustres siluetas de Barbara Stanwick, Sara Montiel y Gina Lollobrígida, y la noche entra en fase surrealista. Cuando, providencialmente, comienza a hacer fresquito, Martín Morgado vende abanicos goyescos, en cuyas varillas los majos se desafían entre dos aires; vende paisajes temblorosos a veinte duros y cuadros de Murillo para aspirantes al mal de Parkinson. «Los tengo también a cincuenta pesetas, para los compradores modestos.» Todos los marchantes en pequeñas cosas, destinadas a durar una sola noche, deciden milagrosamente rebajar los precios; en los bares, un desconocido negociador ha logrado que un patrón y varios marineros se pongan de acuerdo para cantar. Estalla un petardo (¿o suena un tejo?). Aparece de nuevo Luis Sempere (¿o era san Isidro Labrador?). El churrero cede eventualmente su puesto a Enrique Tierno Galván (¿a don Enrique Tierno Galván?).

El alcalde reparte churros en vez de licencias municipales. Pasa un político por la encrucijada y dice: «Marx o no Marx, esa es la cuestión.» Destellea el puño del bastón de Antonio Gala. Y un cronista de la Villa sentencia: «La verbena se ha muerto en los patios, pero ha resucitado en la calle.» Vuela un pasquín caído de un muro. Mercedes lo confunde con una paloma, y cincuenta años después, entre murmullos, vapores y guirnaldas, consigue gritar: « ¡Milagro, milagro! »

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