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Crítica:TEATRO AL AIRE LIBRE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Una campaña equivocada

«iIto, ito, ito, teatro gratuito!», se oía gritar ante las altas tapias de La Corrala a la gente del barrio en fiestas. No se perdían gran cosa, como tampoco se la pierden los que no pueden asistir al recinto amurallado de la plaza de Santa Ana, donde se da una versión comprimida de La dama duende, de Calderón. Puede ser que estas temporadas veraniegas terminen por conseguir lo contrario de lo que se proponen: alejar al público del teatro. En La dama duende, la acotación de la plaza es estrecha, el escenario es breve y pobre, la disposición de apoyo de la acción es insuficiente: los actores, que ya tienen la dificultad de moverse en un verso y unos conceptos arcaicos y en una acción inverosímil, están incómodos en ese decorado, sobre todo con los ampulosos -pero bellos-trajes de Francisco Nieva, hechos para otro ámbito. Los micrófonos unifican sus voces, las metalizan, las sitúan en los puntos donde están los altavoces, no en el escenario. Si el ámbito escénico es plano y las figuras nunca tienen profundidad, tampoco lo tiene el sonido. Lo mismo en La Corrala, donde el escenario es vertical -el corte, aún habitado, de lo que fue patio interior del famoso edificio- y el tabladillo que hace de proscenio es pequeño, pero donde todos los gangosos sonidos de altavoz vienen de un mismo lugar. Como el aire es, naturalmente, libre, se mezcla todo con los sonidos exteriores: las nuevas sirenas penetrantes, casi lancinantes para el oído; los coches de la basura -que son probablemente los más ruidosos de Europa-; los fuegos artificiales, los altavoces de otras fiestas y los gritos de los contestatarios que quieren, con razón, teatro gratuito (debe ser gratuito, pero otro).En el caso de La Corrala se mezcla, además, el texto de un sainete-sucedáneo, en el que Juan Antonio Castro imita con vocación de loro el habla madrileña pasada, y las tramas y los personajes del grupo de autores que encabeza Amiches, con una repentina e inexplicable introducción de un sainete de don Ramón de la Cruz.

Va siendo conveniente que no se confunda lo popular con lo mezquino y lo pésimo, que no se ampare con la palabra cultura cualquier improvisación, que no se arroje a la gente un espectáculo como un mendrugo de pan duro por caridad -la caridad que le cuesta doscientas pesetas, diciéndole que es muy barato-; que se sepa respetar a los clásicos sabiendo en qué momento hay que presentarlos y con qué didactismo.

Supongamos que como este es el primer año del Ayuntamiento electo, y los primeros días de la nueva dirección de teatro, lo que tienen a sus espaldas es una herencia que no han tenido el valor de borrar. Supongamos, afectuosamente, que en el futuro van a producirse de otra manera. Si no, no están haciendo otra cosa más que añadir desorden, caos y confusión a los ya muy maltratados conceptos de teatro y de pueblo.

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