Elogio de la locura
«Un buen asesinato. Un verdadero asesinato. Un hermoso asesinato. Hace tiempo que no teníamos uno así.» Así la didascalía que pone fin a hora y veintidós minutos de arte y ensayo de Woyzeck, último y undécimo largometraje de Werner Herzog. El texto se sobrepone como si fuese voz en off a las imágenes de las autoridades de la aldea, oscuros cuervos a cámara lenta, que buscan la evidencia en el lugar del crimen, un lugar al lado de una tranquila y extensa laguna. La justicia, satisfecha porque se trata, policialmente, de un crimen absolutamente imperfecto.Pero la tragedia y crimen de Woyzeck es uno de los más hermosos crímenes de la historia del cine. Woyzeck, cuarenta años, nacido el día de la Anunciación, conduce a la naturaleza, para sacrificarla, a su mujer María, de la que había engendrado un hijo un día de Pentecostés, hace dos años y sin la bendición de la Iglesia. Antes de asestarle, en un ralenti majestuoso, las seis, tal vez siete puñaladas, como dicen los números sagrados, un motete, igual que aquellos del órgano que comentaban los ofertorios de las misas solemnes, acompaña y desciende con el cuchillo al cuerpo de María, agarrada al cuello de su marido ilegítimo y cogida después a sus heridas, sorprendida de una muerte que sólo puede estar prevista en las películas de antihéroes, de protagonistas pobres y marginados al cine del desahucio. Después, mientras dura el ralenti, cámara inmóvil -toda la película es una serie de cuadros estáticos por los que deambulan los seres-, un adagio expiatorio hasta que los ojos del loco Woyzeck se humedecen con las primeras lágrimas. Woyzeck es, entonces, un elogio a la locura y al crimen hermoso. Así puede iniciarse, marcha atrás, cuando concluye la sesión, una lectura libre, como quiere Herzog.
Woyzeck
Director: Werner Herzog, Basada en la obra teatral de George Buechner.Intérpretes: Klaus Kinski y Eva Mattes. Director de fotografía: Joerg Schmidt-Reitwein. Local de estreno: Alphaville.
Antes de ir a la muerte, María cuenta un cuento a los niños. Un niño pobre, sin padres, quiso subir al cielo cuando vio que en la tierra ya no quedaba nada. Pero se encontró con el sol, un girasol marchito y con las estrellas, moscas doradas, y se quedó allí solo, sentado, para siempre. Y antes de ser muerta en un atardecer de luna roja, su hombre compra al judío del pueblo un cuchillo, porque María tenía que morir como pobre, de forma barata, pero no de balde. Entretanto, Woyzeck había auscultado sus calientes alientos de ramera y buscado en el vientre y en las sábanas huellas de adulterio con el tambor mayor de la plaza.
Woyzeck está loco porque es pobre y porque es soldado. Su capitán -derecho posesivo del mando- le reprocha no tener moral. «Nosotros, el vulgo, no tenemos virtud.» Y a Woyzeck le prohíben pensar, hacer filosofía sobre la naturaleza. Woyzeck está loco porque el doctor añade dos reales a la soldada para que se venda como cobayo y le obliga durante cuatro meses a comer sólo guisantes para revolucionar la ciencia con los análisis de la orina del pobre, con la alteración de las pulsaciones, para que el hombre experimente la transición al asno y surja en él una hermosa idea fija: la aberratio mentalis partialis. Pero el buhonero de la barraca lo desmonta todo en la feria: el mono es un soldado y el caballo es profesor de universidad, por más que al capitán le dé nostalgia cuando ve su uniforme colgado y por más que haya ido a la guerra «sólo para fortalecer mi amor a la vida». Que son algunas de las otras blasfemias de Herzog. A Woyzeck ya nos lo han vuelto loco. Pone el oído sobre la hierba y escucha la voz del viento: «Apuñálala y mátala.»
Herzog hizo una adaptación libre de la obra de George Buechner, unos fragmentos ilegibles, como en palimpsesto, que no merecieron ser incluidos en sus escritos póstumos y que relatan la historia de un loco que vivió en Leipzig a finales del siglo XVIII. Y Klaus Kinski es el actor más fascinante que conoce Werner Herzog.
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