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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La crisis autonómica y la impenetrabilidad del "macizo de la raza"

Un editorial de EL PAÍS recordaba hace días el cuarto aniversario de la muerte de Dionisio Ridruejo. La prolongación de estas conmemoraciones -más allá del ámbito familiar y amistoso- es arriesgada por muchas razones que me parecen obvias y no voy, por tanto, a relacionar, ni mucho menos comentar. Sin embargo, en el recuerdo editorial que le dedicaba EL PAÍS no había tal riesgo, aunque hubiera mucha admiración y respeto por su memoria. Quien la haya escrito, y lo sospecho, le conocía bien y creo que se le ha avivado el recuerdo por la coincidencia del aniversario con las vísperas, de momentos críticos como los de la discusión de los Estatutos vasco y catalán. Yo también creo que en momentos así lo que hace falta es un político que no tema por su desgaste personal, por su futuro, cuando hay que jugar fuerte. Hay pocos políticos que, por sistema, digan lo que piensan -y lo digan bien- en lugar de pensar tanto lo que debieran decir que acaban por no decirlo. Mucho más si se trata de hacer, tanto como de pensar y decir.Me alejé políticamente del grupo de Ridruejo, hace ya muchos años, en el 63, cuando quería configurarse como partido. Había, por una parte, la razón nacional valenciana, insuficientemente planteada por el grupo, camino de partido, y no podía ser de otro modo, puesto que se planteaba desde fuera y no desde dentro del problema mismo. Por otra parte, estaba, y estoy, lejos de aceptar las rebajas de los pragmatismos políticos. Creo que no es inútil, ni mucho menos, mantener el testimonio de lo que cuesta cambiar de verdad la sociedad. Puede que se trate de un precio utópico -al menos por ahora- y la verdad es que el pragmatismo socialdemocrático de Ridruejo -hay que decirlo en su favor- no era menos utópico entonces.

El defecto de los planteamientos políticos de Dionisio Ridruejo consistía en la virtud de que estaban siempre demasiado razonablemente explicados para que pudiera realizarse por encima de las pasiones de poder, la ambición, etcétera. Puesto que la distancia no era tanta, amistad aparte, en la que no hubo nunca distancias, trabajamos juntos en muchas ocasiones aun después de que cada uno hubiera tomado su propio partido. Siquiera fuera el modesto partido de los modestísimos partidos clandestinos a los que Dionisio Ridruejo prefería que se les llamara resistencia, puesto que opinaba que la oposición, por su propia naturaleza, no puede ser clandestina.

No quisiera enredarme en el cúmulo de recuerdos que suscita su memoria, pero al menos tengo que referirme a dos experiencias de mi relación con Ridruejo que tienen mucho que ver con la situación presente. Una, la de aquel amigo, muy identificado seguramente con el editorial de EL PAÍS, que cuando la situación del franquismo le parecía desesperante y sin salida para la oposición -la resistencia- iba a ver a Dionisio. Después de hablar con él, aumentaba su pesimismo pero se salvaba la esperanza. Puede que de tanta esperanza como dio, se le ahogó la suya a Ridruejo aquel día de junio del 75 en que murió, antes de que muriera Franco, sin poder asistir a la transición y el consenso. ¿Hubiera habido con Dionisio Ridruejo como parte negociadora menos consenso, menos transición, más ruptura y más llegada a la democracia suficiente? No hay respuesta posible.

Su razón ante cualquier desesperanza era siempre la misma: «Todo eso es verdad, y aún peor, porque ocurren muchas más cosas de las que cuentas. Pero no hay más cera que la que arde. Hemos de continuar.» ¿Y cómo continuaba él? Hablando con un general que se dejaba abordar; aceptando siempre el diálogo con cualquiera que pudiera influir en el proceso de cambio; no negándose nunca a ir aquí o allá, donde hubiera un ánimo que levantar, una discrepancia que fimar, un paso adelante que decidir. Ni siquiera cuando su grupo se convirtió en partido dejó de contar con la confianza de quienes tendrían por eso que haber sido sus competidores. Seguramente fueron pocos los que tomaron aquel partido como cosa diferente de lo que él fue siempre: un vértice de coincidencias para liquidar el franquismo, iniciar la democracia y resolver los problemas que la impiden. Ese era su trabajo de cada día, que, desde luego, estoy de acuerdo con el editorial, ha sido muchísimo menos reconocido de lo que merecía.

El otro recuerdo se refiere a un encuentro clandestino, naturalmente, de intelectuales y políticos de las nacionalidades y la nacionalidad, en una masía de las proximidades de Barcelona. Para muchos de los que procedían de la nacionalidad, la exposición de los que procedíamos de las nacionalidades -o, más precisamente, de la nacionalidad en la que el lugar de reunión estaba enclavado- causó asombro. No pensaban que se aspiraba a tanto. Y la racionalidad ligeramente apasionada de Dionisio Ridruejo fue de gran eficacia en aquel y otros, amago de comprensión del problema por parte de los que un día habrán de ayudar a que la situación se desdramatice y no cueste, como dicen que puede costar, el tiempo perdido de cualquier involución que sería absolutamente inútil. Porque la solución, vino a decir Ridruejo, a unos, no está en negar el problema y tratar de ahogarlo puesto que ni es justo ni es eficaz. Pero la realidad demuestra, vino a decir, mirándonos a los otros, que ahí está, desde hace siglos, el «macizo de la raza», sólido, cerrado a la comprensión de lo que cree que va a empequeñecerle y contra el cual pueden estrellarse las esperanzas liberadoras. Cuánto más las de las «nacionalidades insatisfechas», como se las definió otro amigo común años antes de la reunión de Barcelona.

¿Habría podido hacer algo Dionisio Ridruejo, para quien nadar contra la corriente política constituía una segunda naturaleza, en este trance difícil en que parece que nos encontramos? Porque de lo que se trata es de que el macizo de la raza llegue a comprender que el primer problema nacional es el de las nacionalidades, sin cuya resolución, que ha ido agravándose desde los días del Conde Duque hasta los nuestros, no se ve posibilidad de que una democracia digna de tal nombre arraigue entre nosotros. Sin una solución que lo sea de verdad, es decir, que no se quede en pura descentralización, que vaya más allá y devuelva a cada pueblo su poder para que desde su libertad se pongan de acuerdo sobre cómo convivir juntos, la democracia será bien escasa. Habrá de reprimir, y si hay represión, ¿dónde está la democracia?

No es cosa de explicar aquí, a los políticos que hablan desde la perspectiva de sus aparatos dirigentes; a los intelectuales que consciente o inconscientemente añaden lerrouxismo, al fuego, a los que sólo entienden lo que «siempre hemos visto igual», que quienes nos negamos a perder lo que nos queda de nuestra identidad y queremos recuperar lo que la represión nos ha hecho perder, estamos decididos a convertir en horizonte presente el más allá de la memoria y la mirada. La libertad, para nosotros, consiste en ser nosotros mismos, es decir, lo que ahora no podemos ser más que en forma resistente. Porque renunciar a nosotros mismos ni siquiera nos permitiría ser cualquier otra cosa.

Conocí a Dionisio Ridruejo y fui amigo de él como hace falta para saber que ciertamente, como se supone en el editorial de EL PAÍS, su voz hubiera sido muy clarificadora en un Parlamento donde pocas veces lo son las voces que allí suenan. Y en este difícil problema de las autonomías, su voz hubiera explicado que ellas valen únicamente si son principio de un camino para que los pueblos hispánicos -como otros pueblos en Europa- se pongan de acuerdo sobre la forma en que quieren convivir. Ellos mismos, desde su respectiva libertad, sin que nadie les venga a imponer ese acuerdo.

Creo que, en ocasiones como ésta, es justo sacar el recuerdo de Dionisio Ridruejo del ámbito familiar y amistoso en que transcurre, para lamentar que sean tan pocos los que, salidos del macizo de la raza, hayan llegado a entender, como él lo entendió, que establecer la democracia en la piel de toro pasa por establecerla en los pueblos que han hecho en el mismo ámbito, cada uno, su propia historia. Y que no pueden dejar de hacerla sin dejar de ser lo que son.

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