El único país socialista en el que está permitido emigrar
En mi experiencia viajera no había entrado nunca en un país como si escalara las alturas del cielo. Esta vez, sí. Desde la ciudad balneario termal de Villach, en Carintia, el camino se encarama de forma asustante en un 18% de pendiente, nos advierten, y con ello el consejo: «Pongan la primera.» Y hay que ponerla. A un lado, la roca; al otro, el precipicio, y al fondo, las cumbres, todavía nevadas, de los Alpes Julianos. Sólo el bien cuidado piso de la carretera nos indica que no estamos siguiendo un camino de exploradores, sino, sencillamente, el que nos lleva de un país, Austria, a otro llamado Yugoslavia.La cúspide ha sido alcanzada y empieza el descenso; una garita, una barrera alzada: Yugoslavia. Tras la ventanilla, dos jóvenes uniformados, que intentan con su seriedad dar peso a sus pocos años, miran largamente los pasaportes, página por página; estudian las fotos, las comparan con la cara de los originales frente a ellos. Es el examen típico, intenso, reiterado, de los policías de frontera en la Europa socialista, el examen de los cancerberos de la pureza nacional y social de la patria; pero, en este caso, resulta desproporcionado con la facilidad con que ha sido conseguido el visado: diez minutos en el consulado de Graz bastaron para obtenerlo sin preguntas y aun con generosidad poco normal entre las autoridades comunistas; vale para varios viajes, con una duración de tres meses.
En la pared, como para simbolizar la amistosa actitud de las autoridades consulares, estaba el retrato de Tito, en el que se ha querido, evidentemente, evitar todo parecido con el Gran Hermano de orwelliana memoria. En lugar de mirar directa y duramente al espectador, el mariscal aparece más preocupado por la ceniza de un cigarro puro que tiene en la boca. «Bonhomie» se Rama la figura.
Devuelven los pasaportes; preguntan lo que se trae. Le digo que sólo una botella de güisqui, empezada. En los folletos de turismo se advierte de las cantidades de productos que pueden entrarse: tantos cigarrillos, tanta cantidad de bebidas, con una, para mí, novedad aduanera: agua de colonia, sólo un cuarto de litro por persona. No sé si es para proteger la industria local o para evitar que entre más alcohol con otro nombre.
Sin hacernos abrir las maletas nos hacen señal de que prosigamos. La carretera ha empeorado, pero no en el dramático sentido con que nos advirtieron, casi nos amenazaron, al salir de Vilach -«¡Horrible! Ya verán ustedes»- Hay mucho más de orgullo patriota que de verdad en la observación; la ruta es estrecha y, a ratos, desnivelada, pero no tiene baches y está bien señalizada. A ambos lados, en el verde valle y entre los altos picos empiezan a verse las primeras casas, modestas, con tejado de madera. Muchas, en construcción; campos bien cuidados, curiosos armatostes de madera para orear el heno recién cortado. Unas vacas de cuando en cuando. Poca gente en la carretera.
Ni un solo guardia en 120 kilómetros
Estamos en Eslovenia, la república más occidental de la Unión Federal Yugoslava, una de las más prósperas entre las que forman el país.
La primera ciudad, Jecenice; bloques de viviendas a ambos lados de la calle, altos, eficaces, feos, clara muestra de un pueblo con más prioridad de techo que de estética en estos momentos. Un café destartalado; gente amable alrededor del coche E -¿Qué significa E? ¿España? i Oh, España! Se dan con el codo; hacen comentarios. Pocos coches deben de llegar aquí con matrícula de Madrid. Dos cafés buenos, veinte pesetas. La cercanía de la frontera hace, a muchos, prácticos en alemán. Me dan instrucciones sobre el camino.. « i Buen viaje! »
Un cartel: «Bled, a dos kilómetros.» En Graz, donde vivimos, hay un camarero yugoslavo y dos camareras del mismo país. Si Austria es el pobre con respecto a Alemania, Yugoslavia lo es con respecto a Austria. Todos los nativos de la Europa del Sur sirven de domésticos a la Europa del Norte. Como si se tratara de un gigantesco edificio vertical sobre el mapa, portugueses, españoles, yugoslavos, italianos, griegos, turcos, suben a limpiar la casa del señorito del piso de arriba. A veces se quedan con ellos a vivir para siempre. Más a menudo se vuelven al sótano tras haber ahorrado lo bastante para el piso, para la tiendecita, para el bar...
El yugoslavo, sin embargo, es el único país socialista que permite emigrar en bandadas. ¿Quinientos mil, 800.000? El único emigrante de un país comunista que vuelve a su casa es el de aquí. A veces va sabiendo ya que va a volver, cuándo y cómo. En un viaje que realicé hace años a Australia en el barco italiano Galileo Galilei iban doscientos yugoslavos, mal vestidos, de aspecto tosco, que más de una vez estuvieron a punto de llegar a las manos o a las navajas con los emigrantes italianos que compartían su clase, que en ese caso se llamaba, absurdamente, turística. Su destino eran las minas australianas, donde reemplazaban a otros doscientos compatriotas que en el mismo barco emprendían el regreso a su pueblo, tras desconocer el inglés, las costumbres, todo de la vida australiana. Habían vivido dos años en su ambiente, trabajo, comida, sencillamente trasplantados a los antípodas. Y volvían a su casa como si se hubiera tratado de un sueño, un sueño rentable, pero sueño al fin y al cabo.
El camarero yugoslavo de nuestro hotel de Graz es más afortunado. Aproximadamente cada mes -la periodicidad no se debe a la política, sino a la economía- puede ir a abrazar a su mujer y a sus hijos. Al saber que íbamos a su patria se puso muy contento: «No de en de ir a Bled, por favor. »
No hemos dejado. «Bled, a dos kilómetros». La carretera se orienta entre verdes fuertes; a lado y lado van apareciendo familiares carteles que dicen, casi gritan, ofertas de habitación, de reposo, de comida. Uno huele ya el ambiente turístico cuando la palabra sobe, en lengua local, se aclara con zimmer, con room. Para ese analfabeto que todos los viajeros somos cuando se trata de una lengua desconocida, hay otros carteles con el dibujo de una cama, de un tenedor. Aquí tiene usted el reposo del caminante, la refección del hambriento....
La carretera toma una curva y enfrente surge un ojo azul entre el boscaje de las colinas: el lago de Bled. En su centro, una isla como de juguete, un castillo como de cuento. Es la zona turística más importante del noreste yugoslavo, casi tan importante como la costa dálmata con su Opatija, Pula, Dubrovnik. Hay golf, caballos, tenis, incluso aviación deportiva... Las carreteras están cuidadas; las casas son bonitas; las tiendas de antigüedades, repletas de joyas, que indican con su presencia la del turista rico, aquí, generalmente alemán..., en principio tienen todas las características de una zona en que se cita el jet society internacional..., y, sin embargo, hay como una modestia física y psicológica en todo ese ambiente, que no le permite compararse con ninguno de los lugares famosos en las revistas internacionales. Hace diez años, la costa dálmata me sugirió la idea de una Riviera de pobres. Esta se me antoja la versión rústica del lago de Garda, por ejemplo.
Vuelta a la carretera. «Vaya despacio», nos ha dicho el anticuario, «hay muchos borrachos.» ¿A las once de la mañana? «¡Uy!» Hace un gesto con la mano, de arriba abajo. Problema evidente del país. Nosotros no encontraremos ninguno hasta la noche, «que es su hora», en las calles de Zagreb.
Seguimos. El país está ahí, con sus casas, con sus granjas, pero el régimen no ha hecho su aparición todavía.
Ni un solo guardia en 120 kilómetros. Sólo una pancarta, cruzada, a la entrada de un pueblo recordando los cuarenta años del congreso del Partido Comunista en 1937. Empiezan los edificios grises, los muros alargados, las chimeneas a indicarnos una ciudad industrial. Estamos en Lubianka.
Somos tercermundistas, no alineados
El hotel es amplio, un poco cavernoso, como todos los hoteles antiguos; el comedor algo frío de decoración; pero el servicio es simpático. Intentamos comer a la yugoslava para descubrir que, aparte de alguna salchicha hecha de estómago de cerdo, lo típico es una parrillada, como se hace en cualquier parte del mundo. Pido un vino tinto seco, «el mejor que tengan», porque tengo mis dudas sobre la calidad yugoslava en viñedos. Me elogian mucho el. que me abren. Es horrible. Se parece a uno de los peores vinos españoles que conozco: el priorato seco. Como aquél, este es un vino que evidentemente sabe naturalmente dulce y al que secan artificialmente. Y mientras la versión original puede agradar a quienes gustan de ese sabor, en el vino la segunda no puede gustar a nadie. Tras muchas fallas encontraré un solo tinto decente en mi viaje: el postu. Los blancos, como en toda esa zona centroeuropea, son infinitamente superiores.
Si el vino ha sido modesto, también lo ha sido la cuenta. Mientras suman cantidades minúsculas, carne para dos, pan, la botella de vino, ensaladas.... en el restaurante ha entrado un negro. Veo, con asombro, que añadiendo dos cafés el total es de 169 dinares (340 pesetas, aproximadamente; cuatrocientas con propina, aquí principesca). Ha entrado otro negro, y otro y otro; hasta seis negros. Se sientan, hablan animadamente, ríen mostrando los dientes blanquísimos. Aparte de no resultar demasiado lógico hablar en Eslovenia a individuos de color que tienen aspecto de obreros y no de turistas, lo que más desconcierta es que parecen entenderse perfectamente con el camarero. Ríen los chistes, alborotan como niños en el recreo.
Retraso la salida, intrigado. El galimatías se va aclarando; resulta ahora que sólo uno de los morenos se entiende con la gente local, con los demás habla en un dialecto, imagino que africano; y, de pronto, suelta unas palabras en francés. Aprovecho esa mirada amable y esa media sonrisa, que en los lugares públicos indica una voluntad de comunicación, para intervenir.
-Perdón: ¿Hablan ustedes en francés?
Contestan a coro en ese idioma. Resultan ser de la República de Mali (entre Argelia, Mauritania, Nigeria); están trabajando en la industria del frío -«ya sabe: frigoríficos, instalaciones industriales»- ¡Ah!, ¿aprendiendo? Me doy cuenta que he cometido una gaffe en la seriedad con que acogen mi pregunta:
-Perfeccionando nuestros conocimientos sobre la materia.
Explican que se trata de un contrato entre la empresa de Mali y la yugoslava.
-Pero ¿Mali es un país socialista? Las empresas, ¿son todas del Estado?
-Somos del Tercer Mundo. No alineados. La empresa en que trabajamos nosotros es del Estado; pero hay otras particulares de carácter privado.
Me dicen que permanecen en el país seis meses. Me sigue quedando otra curiosidad: la forma de entenderse con el camarero...
El primer negrito parece contento de haberme impresionado.
«Ah, eso es porque he estado en la URSS tres años... No, entonces no trabajaba en el frío; estaba en el Ejército... El ruso me sirve aquí; si lo hablo despacio me entiendo con eslovenos, con croatas, con servios ... »
Un negro africano ha ido desde un cuartel de Tiblish, en Rusia, a una fábrica de Yugoslavia. Había oído hablar a menudo de la atención que los países socialistas prestan al Tercer Mundo. Es la primera vez que me encuentro con un ejemplo práctico.
A la salida del hotel veo al camarero que nos ha servido, ya de paisano, sacar su Volkswagen y emprender el camino del centro. No puede imaginar que con ese sencillo gesto me ha dado la idea clara de la evolución económica del país. Cuando estuve aquí, hace diez años, los camareros volvían a su casa en tranvía...
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Moscú no se ha tragado todavía la ofensa de Tito
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