Furibunda reivindicación popular de "la otra, la otra"
Plaza de Valencia. Cuarta corrida de feria. Toros de Diego Puerta, bien presentados, muy flojos (salieron a un puyazo leve por cabeza), sospechosos de pitones, aunque el sexto era aparatosamente cornalón; de gran nobleza. Palomo Linares: metisaca bajísimo y estocada baja (petición y vuelta). Estocada baja (oreja, furibunda petición de otra y tres vueltas al ruedo). Niño de la Capea: estocada desprendida (dos orejas). Pinchazo y estocada (vuelta). Paco Ojeda: tres pinchazos (silencio). Estocada perdiendo la muleta (oreja). El disgusto del público valenciano fue tremendo cuando, en el cuarto toro, el presidente no concedió la segunda oreja a Palomo. Es lo que yo pienso: no hay nada más importante en una corrida que la segunda oreja. «¡La otra, la otra!», dicen. Si los toros se caen, si tienen los pitones romos, si no aguantan más que una varita, eso no tiene importancia; si el torero pega pases mediocres, o malos, o muy malos, a pesar de que el toro los admite variados, buenos, o muy buenos, qué más da; si la estocada es un bajonazo, pues se aguanta uno. Todo vale. Pero «¡La otra, la otra! » es fundamental. Todos vamos a los toros a ver la otra, la otra, de manera que mucho ojo.
¿Es concebible que el público pague un dinero sustancioso, quizá el verde o más, para ver la otra, la otra, y el presidente la deniegue? No es concebible. Y por eso el público, cuyos derechos son sagrados, armó la que armó: una bronca épica, como pocas veces se habrá escuchado en Valencia, y llenó medio ruedo de almohadillas, botes de cerveza y peras. Justo el medio ruedo que baña el sol fue el que se cubrió de objetos, mientras el otro medio -furioso- lucía sin mácula.
¿Quién paraba aquella indignación, aquella furia incontenida por la otra, la otra? Era difícil. Quizá el propio Palomo. Si el sujeto del agravio perdonaba, quizá, a lo mejor... Palomo saludó al presidente y este picó, pues correspondió al saludo ¡Qué primo! Porque a continuación el torero le hizo gestos para que se volviera a levantar y así recibir de lleno el broncazo que se cernía sobre su persona. Entendemos perfectamente las conciliado ras intenciones de Palomo: si el presidente se llega a poner de pie entonces, como le indicaba, y deja que la gente le chille y le de en la cara con cuatro peras, desahogada ya la indignación popular, se habría zanjado el incidente. En fin, los presidentes no siempre caen en la cuenta de lo que les conviene.
Palomo compensó al público de la otra, la otra, con tres vueltas al ruedo. A un toro tontito, cual era ese cuarto de la tarde, le había pegado pases agachado y sin arte, hizo un desplante rodilla en tierra y mató de bajonazo. Para la gente eso valía la otra, la otra, qué quieres. Al primero, de nobleza excepcional, le muleteó con reposo y ligazón (aparte unas giraldillas mirando al tendido) y conjunto la que acaso sea su mejor faena en lo que va de año. Aquí ni una oreja se vio y no pasó nada. Así es la vida.
Toda la corrida salió dócil sobre desmayada y, dado el talante triunfalista en el tendido, está claro que los tres espadas tenían muy fácil cortar la primera oreja y la otra. Así el niño de la Capea, que hizo dos faenas interminables, desligadas, vulgares, esforzadas y alborotonas y se llevó las de su primer toro. Posiblemente estas dos orejas influyeron en la reacción furibunda que se produjo en el cuarto. Se trataba del agravio comparativo, siempre duro de asimilar. Pero la gente no sabía o no tuvo en cuenta que la presidencia practicaba la elegancia social del regalo muy oportunamente, pues estamos en el Año Internacional del Niño... de la Capea, o algo así hemos oído decir.
Para Paco Ojeda también salieron buenos toros, y su problema fue que, en su inexperiencia -la de ayer era la segunda corrida que torea como matador de alternativa-, no acertaba a darles la distancia adecuada ni planteaba las faenas en el terreno debido. La primera de ellas resultó torpona y deslucida. La segunda, emocionante y hasta angustiosa, pues tenía delante un galán de aparatosa cornamenta, que le podía coger, y, de hecho, le cogió dos veces. Mas Ojeda, que salió ileso de los percances, no se arredraba. Volvía a la cara del toro, aguantaba con pasmosa serenidad las embestidas, se pasaba a milímetros de los muslos aquellos pitonazos aterradores. En la suerte suprema se volcó y agarró la estocada. Ganó la oreja, y la gente pidió la otra, la otra, que tampoco fue concedida, pero ya sin escándalo, pues la orejofilia del público valenciano parecía aplacada. menos mal; un nuevo disgusto por la otra, la otra, habría sido de infarto.
Babelia
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