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De la autarquía, a la liberalización: veinte aniversario del plan de estabilización

Hoy hace veinte años que el Gobierno español aprobó el cuadro de medidas que constituyó la Nueva Ordenación Económica del Estado y que dio al traste con la autarquía de los primeros años del franquismo y trató de abrir el sistema hacia fórmulas menos intervencionistas. Lo que ha dado en llamarse plan de estabilización que dio paso a la época del desarrollismo, no ha sido por ahora objeto de demasiado estudio, pese a la importancia que tiene para el desarrollo del franquismo. El profesor Angel Viñas, catedrático de la Universidad de Alcalá y técnico comercial, ha preparado un importante libro sobre el tema que se publicará en breve y resume en este artículo algunos aspectos de la elaboración del plan. Mañana, en colaboración con el profesor Julio Viñuela, analizará los resultados de la política comercial de la limitada e insuficiente apertura que generó algunas de las trabas que aún sufre la economía española y que están haciendo más dificil la solución de la actual crisis.

Se cumple precisamente en esta fecha el vigésimo aniversario de la adopción del decreto-ley de Nueva Ordenación Económica de 21 de julio de 1959, en el que se plasma después, que había configurado un estabilización y liberalización que, con justicia, ha sido considerado como la única gran operación político-económica del pasado régimen: con ella se cerraba una larga etapa de anhelada autarquía ante todo, y de autoaislamiento después, que había configurado un primer franquismo, el del subdesarrollo, la ultraintervención estatal en la economía, el mercado negro generalizado y la desconfianza enfermiza ante las relaciones con el exterior.Aquel plan marca, sin duda, un hito capital en la gestión de los asuntos económicos españoles. La apertura a los aires de la economía internacional que el giro propició y la definitiva ruptura con el exacerbado bilateralismo en el comercio y en los pagos mantenido hasta aquella fecha, apoyado por un impresionante dispositivo de restricciones cuantitativas a la importación, pondrían en marcha mecanismos que dinamizarían el aparato productivo español y llevarían a la economía española, en interrelación con la expansión global de los países capitalistas industrializados, a los altos ritmos de crecimiento de la década de los sesenta. Dos resultados serían, cuando menos, la transformación en profundidad de ciertos sectores y, al amparo de la oleada de prosperidad consolidada durante tal etapa, la afirmación de las peculiares instituciones políticas del régimen, cuyos círculos más aperturistas pasaron a defender redes complejas de interdependencia con el exterior, que pronto desplazaron las proclamas de nacionalismo económico del primer franquismo al plano de las invocaciones carentes de contenido.

Sería demasiado fácil interpretar aquel cambio de rumbo apelando a su inevitabilidad o imprescindibilidad: un vistazo somero a la documentación emanada de los departamentos más opuestos a las ideas liberalizadoras y más proclives a acentuar las tendencias hacia el auto encerramiento, muestra con claridad qué personajes con peso decisivo en las opciones políticas del régimen mantenían una postura absolutamente contraria al desmontaje de los mecanismos forjados a lo largo de una veintena de años de dificil paz.

Carrero Blanco, en particular, había proclamado reiteradamente su fe en los ideales de la introversión económica y en la desconfianza a ultranza con respecto al exterior. Incluso tras las medidas de liberalización que el giro comportaba y de la ayuda financiera internacional que lo facilitó el poderoso ministro subsecretario aleccionaría duramente a Castiella sobre la interpenetración de conspiraciones globales de que era víctima el régimen, blanco y objetivo de los propósitos depredadores de oscuras fuerzas que, en la escena exterior, apuntaban hacia su derrocamiento, porque cuanto más fuerte fuese más dificil sería de dominar.

El cambio de rumbo que supuso el plan de 1959 puede interpretarse a tenor de dos vectores: en primer lugar, el definido por la resistencia que la apertura al exterior despertaba en ciertos círculos del más alto poder decisional (aunque éstos no habían encontrado incongruencia alguna en la graciosa aceptación unos años antes de la todavía hoy desvelada hipoteca sobre la seguridad de España). En segundo lugar, el que representaba el incontenible deterioro en que se traducía la tradicional gestión económica del régimen en el ámbito de los pagos internacionales.

El primer vector apenas si está iluminado en la literatura: uno de los protagonistas de la operación, el entonces ministro de Hacienda, señor Navarro Rubio, ha contado una versión muy personal y muy pintoresca de cierta parte de las luchas entre bastidores., autopresentándose como el muñidor del cambio de rumbo, pero tan feliz -para él- interpretación parece, en el estado actual de nuestros conocimientos, difícilmente contrastable.

El segundo vector puede esclarecerse nítidamente acudiendo a ciertos datos del IEME, manejados entonces como estricto secreto de Estado, pero, naturalmente, no desconocidos de los funcionarios de Comercio, Hacienda, Banco de España y Asuntos Exteriores, que preparaban la liberalización (y ello a pesar de las afirmaciones «despistantes» del presunto autoprotagonista de la operación).

En base a tales datos cabe inferir hasta qué punto las autoridades monetarias exteriores estarían aterradas: la posición de disponible del IEME se había cerrado a finales de 1958 con un saldo de menos 58 millones de dólares, y desde tal fecha no había hecho sino empeorar. A finales de junio de 1959 se situaba en menos sesenta millones.

A punto de la suspensión de pagos

El dilema que acechaba a las autoridades económicas se pone aún más claramente de manifiesto cuando se tiene en cuenta el volumen de endeudamiento contraído por operaciones comerciales. A finales de 1958. ascendía a la para entonces considerable cifra de 375 millones de dólares, de los cuales 158 millones representaban obligaciones inmediatas. Otro centenar eran deudas a corto plazo. Los primeros meses del año 1959 apenas si aportaron un pequeño respiro, habiendo aumentado los vencimientos a liquidar en el curso de los seis meses siguientes. El flamante Estado del 18 de julio, introvertido y «nacionalista», estaba, a los veinte años de la paz, en puertas de la suspensión de pagos internacionales.

Meses antes, encerrado en una habitación del hotel Palace madrileño, el director del Departamento Europeo del FMI, Gabriel Ferras, había perfilado la filosofía económica del cambio de rumbo: esta parte de su borrador, con pequeñas variantes de estilo y complementos indispensables, fue asumida enteramente por el Gobierno español en el memorándum que, con fecha 30 de junio, dirigió oficialmente a los organismos económicos internacionales y, previamente, a las autoridades norteamericanas.

El plan había venido fraguándose formalmente desde finales de febrero y representaba la prolongación de la estrategia sibilinamente perseguida por Ullastres en favor de la apertura al exterior y de la liberalización de las transacciones internacionales. Ciertas conexiones con la OECE habían actuado como correa impulsora y desembocado, no sin algunos sobresaltos, en la decisión por parte de la mayoría de los países miembros de echar una mano a la tambaleante economía del franquismo (aunque Carrero Blanco se hubiese pronunciado anteriormente en ciertas directrices estratégicas de la política económica del futuro en favor de una vuelta a la autarquía y al torniquete de la sustitución de importaciones).

Por supuesto que la múltiple conspiración internacional divisada desde las alturas de la Presidencia del Gobierno no llegó a materializarse. Las autoridades de Washington, sin embargo, proporcionaron más de un susto a los aperturistas de 1959, negándose reiteradamente a otorgar un apoyo económico específico a los planes liberalizadores e instruyendo a su representante en la OECE para no intervenir en favor de los proyectos sobre España que se debatían en el seno del Consejo.

La resistencia al cambio tenía raíces patrias. Altos funcionarios de Asuntos Exteriores criticaron acerbamente la gestión de Ullastres. Los planes de éste de llevar adelante una reforma arancelaria (dormida desde los lejanos tiempos de la denostada -experiencia republicana) chocaron con la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Económicos y sufrieron, en consecuencia, un retraso de un año. Mostrando la típica descoordinación interdepartamental del franquismo, el Ministerio de Información y Turismo invocó -no muy oportunamente- la conveniencia de ampliar el cambio turístico aplicable a ciertas transacciones con Estados Unidos (a un nivel de 56 pesetas por dólar) a otras zonas, cuando en la Administración económica venía discutiéndose incesantemente acerca de la unificación del barroco y alucinante sistema de cambios múltiples y del establecimiento de un nivel de paridad de la peseta.

Pero con la maquinita de la OECE y del FMI empujando hacia la liberalización y la estabilización, las resistencias sistemáticas (más o menos coordinadas, más o menos sorprendentes por su ingeniosidad) se hundían ante la desesperada situación de pagos internacionales. Si Estados Unidos no parecía dispuesto a prestar un apoyo económico específico ni a reajustar los desequilibrados pactos de 1953, aquellos dos organismos sí se aprestaban a hacerlo.

-En la primavera de 1959 representantes del IEME negociaron un crédito de respaldo con la gran Banca norteamericana. En julio, Ullastres partió para Washington a entrevistarse con miembros del Gobierno norteamericano, con altos cargos del FMI y con los banqueros estadounidenses: fue un viaje agridulce, adoptada ya en Madrid la decisión del cambio de rumbo.

El Gobierno de EEUU se declaró en favor de un respaldo político, pero nada más. Los banqueros mostraron su desconfianza en el futuro de la temblequeante economía española, estableciendo a última hora curiosas condiciones adicionales que Ullastres no se atrevió, de entrada, a rechazar -quizá interesado en el impacto político que la aquiescencia supondría- ni a aceptar. Sólo el FMI respondió como estaba previsto, mientras la OECE aprobaba en estrecho contacto con él y con el Departamento de Estado las líneas de la declaración que debía darse a la luz el 18 de julio. Alguien advirtió la trascendencia de la fecha para consumo interno del régimen, y la medida fue aplazada: la comunidad económica internacional abría los brazos al franquismo, pero guardaba las formas.

Ullastres, siguiendo sugerencias del Departamento de Estado, voló a París a suavizar cualquier posible malentendido. La embajada en Washington y ciertos funcionarios de Asuntos Exteriores se sintieron frustrados, pensando tal vez en cómo se malograba una oportunidad propagandística única. Eran sobresaltos infundados: el lunes 20 de julio el Consejo de la OECE aprobó el proyecto español y, simultáneamente, la entrada de España como miembro de pleno derecho. La declaración del Gobierno de Madrid, dada a conocer en la misma tarde, ocultaba cuidadosamente las ambigüedades y temores que habían acompañado la gestión y el florecimiento del cambio de rumbo.

En los últimos años se ha puesto de moda criticar al plan de estabilización y liberalización. La primera ya venía materializándose, pero la segunda estaba aún en mantillas y su futuro no parecía asegurado. Una lucha tenaz desarrollada en silencio y en el seno de la Administración por un pequeño grupo de funcionarios, apoyados desde el exterior, permitió combinar ambas y proporcionar así al franquismo una oportunidad histórica (su única gran oportunidad).

Pero no todo el régimen había sido consciente de ello, y sus círculos más típicos de la primera hora contemplaban fatalmente la continuación de la introversión. Todavía en 1960, en entrevista con el vicepresidente del Banco Mundial, suspiraría Planell -ministro de Industria desde hacía largos años- por la industrialización acelerada a través de la sustitución a ultranza de importaciones, demostrando ser buen conocedor del optimismo de la alta Administración del primer franquismo al proclamar como ramas competitivas de la industria española las del carbón, del acero y química.

Lo que es cierto es que el soplo liberalizador y flexibilizador se agotaría en pocos años y que pronto el régimen incidiría en sus tradicionales sesgos, renovado el instrumentario aplicado en la gestión económica. Los reformistas de 1959 quedaron marginados o fueron sustituidos. Las consecuencias serían gravosas para la economía española.

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