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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La clave de "La clave" o la verdad a medias

La clave es, en su intención y formato, el programa «intelectual» más ambicioso de TVE, lo que le constituye en la plataforma «teórica» por excelencia de nuestro sistema televisivo. Su análisis y evaluación tienen que ser, consecuentemente, concordes con ese planteamiento y destino.La inexistencia de estudios fiables sobre los efectos de los diferentes programas de TVE me lleva a centrar mis observaciones en el programa propiamente dicho. Debo comenzar diciendo que el simple aumento de telespectadores, que parece situarse hoy entre los dos y los tres millones, no es, en absoluto, significativo, dado que, en cualquier circunstancia, un programa que dura tres años multiplica su eco y máxime cuando incluye la proyección de un filme que allega, sólo o principalmente a causa de ello, una parte importante -¿de qué magnitud?- de su audiencia.

El rasgo más característico de La clave es su ambigüedad. Esta deriva de la discrepancia entre la voluntad de debate y esclarecimiento, postulados como su principio y objetivo, y los contenidos y modos de su ejercicio. Lo primero que se advierte en el programa es su propósito de traer a presencia del televidente los grandes problemas que, por su relación con la vida real, han sido objeto de un silencio sistemático en TVE.

Un programa que se desvanece

Esta preferencia temática confirió a La clave un aura de bravura que el desarrollo del programa ha ido desvaneciendo sábado a sábado.

En efecto, su práctica ha trivializado el cogollo conceptual de cada tema, a la par que difuminaba sus perfiles antagónicos; y al permitir que cada participante se instalase en la confortable penumbra de su rincón, abrazado a su sola verdad, ha aislado el conflicto, lo ha desleído en el peloteo de su soledad, y éste ha acabado escapándose por el desagüe de la bañera, digo de la neutralidad, del equilibrio.

La liquidación del problema, operada por autofagia del objeto y armonía de los contrarios, utiliza un mecanismo cuyo primer recurso consiste en neutralizar lo colisivo por desespecificación temática; es decir, elevando el tiro, mediante la búsqueda del máximo grado de generalidad del objeto concernido. (A un cierto nivel, dirían los ontólogos, todo es uno.)

La selección de los actuantes no responde ni a criterios de muestreo estadístico ni a lo que llamaría Jesús lbáñez el principio hologramático de la pertinencia técnica. La regla que parece presidir su escogimiento es la notoriedad y el balancín. No se trata de buscar a las personas más cualificadas científica y profesionalmente -es decir, en la vanguardia de la reflexión y el análisisen cada una de las materias abordadas, sino a las más famosas. Esta vedetterización a ultranza se compadece, evidentemente, mal, con la capacitación analítica de los participantes.

Se pretende, por otra parte, que las personas seleccionadas compongan una estructura equilibrada no de posiciones fundadamente divergentes respecto del tema, sino de significaciones sociaIes celebradamente antagónicas, que creen en el telespectador la expectativa no tanto de una argumentada confrontación cuanto de una sabrosa pelea-espectáculo de previsible resultado nulo.

La forma como se conducen los debates confirma y concreta la orientación hasta aquí descrita. El director del programa, arrebujado en el dogma de la imparcialidad, deja que el enfrentamiento de las posiciones, y la contradicción, o, al menos, la disparidad de los términos de cada alternativa se pierda en los meandros de las múltiples intervenciones marginales, desde el supuesto comentario del filme (que es en la mayoría de los casos puro pretexto a divagaciones ajenas a su contenido e incluso al tema de la emisión) hasta las gozosas e insaciables autoafirmaciones personales que convierten el pretendido diálogo en itinerantes e incansables monólogos paralelos, sin posible reductibilidad por «desplazamiento metonímico o condensación metafórica».

Achara un poco tener que escribir en este docto diario que los grupos de discusión, sin preceptor o no directivos, que parecen ser el supuesto en que inapelablemente se sitúa el director de La clave, son, en general, de dificilísima práctica y, en cualquier caso, de imposible ejercicio en los límites espacio-temporales fijados por el programa que comentamos.

La asimetría de las relaciones de poder que caracterizan el curso y el topos de La clave no se reducen porque su director disminuya sus intervenciones y, sobre todo, porque no las somete a unas pautas formalizadas y conocidas de antemano.

Al contrario. Su incertidumbre y arbitrariedad radicalizan su vigencia; su negativa a actuar como pantalla expresa produce perplejidad e inhibición-, su afirmación explícita de no querer intervenir le impide asumir la función de catálisis de la discusión; su rechazo del papel de reformulador y/o intérprete no equivale alabandono de su posición de «padre que conoce todas las preguntas y todas las respuestas», sino que transforma su silencio en «lo verdadero indecible». Con ello, el debate se establece irremediab.lemente al nivel de lo ya dicho, de los mensajes más obviosy hace imposible la aparición de lo latente. No es necesario haber leído a Anzieu, Lapassade, Rogers, Marchetti, etcétera, y, entre nosotros, al citado Jesús Ibáñez, para estar al cabo de la calle de estas elementalidades.

Un paradigma de contestación interior

Situados en ellas, y dejando de lado las intenciones subjetivas, cuya elucidación sería tan problemática como irrelevante, parece que puede afirmarse que la función real del programa es, por una parte, la de establecer un paradigma de contestación interior, que sea tan escandaloso como inofensivo (para poder cumplir sin grandes costos su cometido catártico); y, por otra, la de servir de coartada de libertad y progresismo a nuestro sistema televisivo.

Esto explica y da sentido a esa campaña de autobombo que ha rodeado la celebración del primer centenario del programa y que nos ha presentado una vez más a La clave como víctima de una estructura que prohibe/permite y como paladín de una lucha imposible/ posible. Y volvemos a la ambigüedad con que iniciamos este comentario, y que, dada la naturaleza del medio, la TV, y la prevalencia en él, del sentido del significante sobre cualquier sentido de cualquier significado -«el mensaje es el medio», de McLuhan; «la absorción de lo fónico por lo icónico», de Marín, etcétera-, tiende habitualmente a la confirmación de los estereotipos sociales más difundidos, a la consolidación del poder social dominante.

La comunicación televisiva

Esta regla de oro de la comunicación televisiva sólo puede quebrarse, en el caso de nuestro programa, desde fuera por la transferencia de la identificación con el preceptor-grupo al telespectador-grupo o desde dentro rompiendo la baraja y rechazando ostensiblemente sus reglas de juego. El segundo supuesto es de tan difícil cumplimiento que ni siquiera Daniel Cohn-Bendit, a pesar de los calculados impropenos de su comparecencia, logró escapar a la recuperación del significante.

En cuanto al primero, la falta de participación del televidente en el desarrollo de La clave es la prueba más patente de esa doble función diversivo-legitimadora a que me he referido. La escotilla abierta a la participación del público (las apresuradas preguntas del final) se desvirtúa por la absoluta inocuidad de las mismas, siendo indiferente que, como sostienen algunos, procedan de dentro del programa o sean el resultado de una cuidadosa selección y reelaboración por parte de los redactores. Su autoría, en cualquiera de las dos hipótesis, les corresponde por completo.

Podría ser muy interesante comparar las preguntas formuladas durante n emisiones, en sus términos originales, con las aparecidas en las mismas -y TV debe disponer íntegramente de todo este material- como posible confirmación o inválidación de la tesis y comentarios que se contienen en este artículo.

Desde la lógica de la dominación social española y de la estructura televisiva que tiene como misión legitimarla, La clave ha sido y es un instrumento de segura eficacia. Por el contrario, desde los intereses de nuestra ciudadanía, habría que decir con el refranero que «no hay peor mentira que la verdad a medias».

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