Fin de temporada
Acaba la temporada con los saldos de costumbre o con algún novel perdido entre obra gráfica y artistas de la galería, y acaba, una vez más, con esa cansada premonición de que algo -alguna catástrofe purificadora probablemente- se avecina, como en la última escena de los dramas románticos rusos.¡Y los americanos tan campantes! Véanse, si no, las fulgurantes imágenes de la «nueva pintura americana» en el número de junio de la revista Guadalimar: Robert Zakanitch, Rodney Ripps, Pat Steir, Tom Evans, Robert Kushner... El vapor Modernidad de los futuristas se hunde, como el Titanic, pero ellos siguen pintando sin estos sobresaltos de por aquí, donde modernos y posmodernos querrían repartirse el dudoso pastel de la crisis de la vanguardia en medio de una crisis de mercado que parece indudable.
¡Que nadie se alarme! El dilema suele resolverse luego, durante el mes de octubre: se había tomado por crisis definitiva el veraneo. Sin embargo, está claro que la vanguardia, en su acepción tradicional, si es que todavía ésta circula, declina, y que los artistas se van olvidando ya de los prejuicios que les tenían paralizados o torpones. A lo largo de esta temporada, por ejemplo, hemos asistido a un auténtico renacimiento de la maña y el oficio bajo muy diversas formas y maneras: cuando vuelva el Guernica a España, Picasso estará de nuevo de moda entre los más intransigentes, Dalí se habrá reconciliado con los socialistas y exportaremos pintura-pintura, como en la década de los sesenta exportábamos informalismo. Todo era, nos diremos entonces, una simple crisis de mercado.
Sin Beaubourg, sin Mus eo de Arte Moderno de Nueva York, sin bienales ni ferias de arte, sin revistas especializadas ni un mercado artístico digno de ese nombre, las tormentas se producen aquí en vasos de agua. Por eso, las avalanchas peligrosas nos pillan siempre revolviendo plácidamente bicarbonato para digerir el atracón anterior.
La temporada, desde luego, no tuvo grandes sorpresas. Los maestros de la generación de Luis González Robles -Tapies, de nuevo a la carga; José Guerrero, en la sombra; Zóbel, ahora descubierto por los catalanes, etcétera- son los maestros de toda la turbamulta de jóvenes pintores que creen que soporte-superficie consiste en pintar «marcos» de color dentro del cuadro. Enfrente, y ya en Madrid, la lección deslumbrante, ácida e irónica de un Luis Gordillo sintoniza con las espléndidas caderas de Linda Rondstadt, generando híbridos pop de corte más bien académico y complaciente. Los éxitos de Gerardo Delgado en Kreisler 2 o de Posada en Sen son las versiones más pundonorosas y también -¡quién lo duda! - más reconfortantes de toda esa confusión que reina en la vanguardia española, o madrileña, para ser exactos. Tanta, que hasta Arranz Bravo y Bartolozzi han decidido tomarse en serio la pintura y sus formatos.
Decir que la vanguardia está en crisis no deja de ser una trivialidad inofensiva, porque nunca dejó ni pudo dejar de estarlo. Por suerte. Lo que sí va para abajo, casi sin remedio, es aquella legitimidad incontrovertible, de cierto experimentalismo cómodamente aventurero, que ayer se pirraba por las computadoras, hoy por los hologramas y mañana sabe Dios por qué nueva margarina tecnológica. Los artistas más jóvenes -y esto se ha demostrado hasta la saciedad durante la temporada que acaba- son algo «antiguos», aunque esto no supone en modo alguno una apología de la nostalgia, sino el deseo e incluso la necesidad de «repetir» por sí mismos lo que se da por sabido en los manuales. El caso de Manuel Quejido constituye un ejemplo impagable de cómo todavía le conviene al pintor la soledad de su pintura. Lo demás son ganas de figurar en el mal llamado Museo Español de Arte Contemporáneo. Pero cuando dicho museo amplíe su catálogo, muchos de nuestros coleccionistas de pintura ya no tendrán por qué suplantarlo patrióticamente y podrán comprar con mayor apasionamiento.
En general -digámoslo de una vez por todas-, la temporada artística ha sido muy poco estimulante, no ha sido siquiera entretenida. Piranesi o Pereda, que cumplían centenario, demostraron que el público acude a las exposiciones si hay algo que llevarse a los ojos, y que los millones del Beaubourg no son una inversión tan disparatada como argumentan los programas «culturales» de la mayoría de los partidos políticos. La Fundación Miró y la Fundación Juan March, en su obligada y brillante modestia, nos lo han confirmado de sobra con sus iniciativas.
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