Un proyecto frente al desencanto
UN TRAUMA histórico de cuarenta años no se puede curar en tres. Decía Ortega, en una de sus iluminadoras cuasi definiciones, que la noción de patria se apoya en un proyecto sugestivo de vida en común. La frase era lo suficientemente vaga en su sentido literal -aunque literariamente fecunda- como para que pudiera ser utilizada por tirios y troyanos, como de hecho lo fue. El parto de nuestra democracia se ha efectuado con lentitud, pero sin fórceps: el gasto de la operación ha sido mínimo, y en su haber cuenta con la realidad de un mayoritario consenso del pueblo alrededor de una transición sin traumas. El trauma fue el de los ocho lustros anteriores, cuyo coste social, político, económico y cultural todavía estamos pagando. El pueblo español posee ahora el instrumento para ejercitar la democracia, ese máximo común denominador que constituye el texto constitucional. Pero es irracional pensar que la tarea ha terminado: falta desde la consolidación de las instituciones hasta la aceptación de las mínimas condiciones de comportamiento civil que toda democracia exige. Una democracia no consiste en una Constitución y unas instituciones, sino en un comportamiento colectivo que las acepte, soporte y sostenga. La tolerancia, la solidaridad y el espíritu de sacrificio deben sustituir a los malos usos y hábitos de egoísmo, insolidaridad, cesión y dejación de responsabilidades, cuyo nacimiento en la sociedad española fue propiciado por la dictadura. Como asimismo dijo Aranguren, no se puede ser demócrata mas que ejercitando la democracia; frase que no debe ser aplicada sectorialmente: concieme a todos, a la clase política, a la sindical, a la económica, a los profesionales y a los intelectuales, cuya labor brilla por su ausencia en estos difíciles años de la transición.El tan cacareado desencanto que se agita como si fuera un cáncer de nuestra incipiente y recental democracia supone, al mismo tiempo, una ilusión y una deformación. Como un espejismo, la soñada democracia ha perdido su carácter de mito y panacea -que en la fantasmática ilusión. de muchos, de casi todos, iba a ser el remedio universal de todos nuestros males-, para pasar a configurar a trancas y barrancas nuestra vida cotidiana. Y lo cotidiano son la persistencia de los malos usos y abusos, las corrupciones, el corporatismo, la crisis económica, las subidas de precios y la contención de los salarios. Las relaciones sociales se resisten a cambiar, la dialéctica del siervo y el señor sigue castigando a la sociedad española. Las resistencias se localizan en todos los sectores: en el mundo empresarial y de relaciones laborales, en la enseñanza, en la vida familiar, en el terreno cultural e intelectual, convertido en un mosaico despedazado de minúsculos reinos de taifas dedicados a guerrillas tan irrisorias como estériles. En estas condiciones, ¿cómo no pasar de todo?
Tuvimos una ilusión, alimentada como contraposición de la miseria política e intelectual de la dictadura; pero tener una ilusión, y no trabajar por su cumplimiento cuando la coyuntura histórica empieza levemente a permitirlo, es una deformación. La crítica se convierte entonces en el reino de lo abstracto. El hambre histórica de una revisión de valores qu e este país padecía se ha despeñado por lo más sencillo y simplista al mismo tiempo. En lugar de la auténtica autocrítica, nuestra total y rabiosa revisión de los valores adquiridos -más bien impuestos-, que es necesaria, pero si se ejercita con serenidad y sentido de la equidad, hemos caído en el hipercriticismo demagógico. En ocasiones parece como si el caballo desenfrenado de una crítica indiscriminada fuera a dotamos de la lucidez perdida.
En realidad, a poco que se examinen los textos, las tomas de posición, las declaraciones, las batallas más o menos falseadas y las andanadas artificiales, se puede observar con cierto desconsuelo que este país está enfermo de personalismo. La persistencia de esta demagogia fácil está desembocando en un verdadero caos, donde a la inexistente revolución cultural y social ha sucedido la confusión y el desánimo.
¿Dónde están nuestras cabezas? ¿Qónde nuestros proyectos? Los españoles acusan ya el cansancio de fórmulas simplificadoras, falsas críticas, argumentos personalistas, estereotipos de la frustración; falsos desencantos, que son imposibles por la razón de que jamás existió el encanto, encanto o sugestión que todavía tenemos que merecer con el esfuerzo que nos negamos a dar. ¿Quién es capaz a estas alturas -todavía pequeñas, no nos olvidemos- de ejercer la crítica seria, profunda y razonada, de poner orden en este caos político e intelectual, de presentar el más mínimo esbozo de proyecto sugestivo para poder optar por vivir en común, en liber tad, en paz, en ilusión y creatividad?
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