Ha muerto el poeta Blas de Otero
Blas de Otero se ha muerto y los escritores amigos están en estos momentos buscando las palabras imposibles para volver público un cariño y un dolor privados, para manifestar en la prensa ávida lo que sólo es posible cuando es obvio y que tiene otro lenguaje que las palabras. Esa es un poco la impresión que esta cronista ha tenido al llegar, después de un viaje desconcertante por la estepa que rodea Madrid, a la casa retiradísima del poeta. Un duelo laico, sencillo, terrible: Sabrina de la Cruz, que abraza a los amigos y llora, y emociona más porque los que la conocemos sabemos que es una mujer vasca, fuerte, que no se amilana. Sabina juega con la alianza nueva de viuda, y la de Blas le queda enorme, con esa cosa de llamar a lo cotidiano, porque un joyero tendrá que ajustarla a su dedo en estos días. Porque la vida continúa y son esas mínimas cosas las que más duelen.Hace tres semanas, Blas de Otero tuvo una cosa de bronquios muy grave. Pero ya la había superado. En el salón casi vacío, con un pequeño televisor y unos sofás, y una vitrina llena de porcelanas y abanicos y cerámicas, quedan tres enormes bombonas de aerosoles, porque se los tenía que poner. Ahora llegaba el buen tiempo en Majadahonda, el calor y la posibilidad del paseo. «Lo único que sé», dice Sabina, con la voz cortada, «es que, por primera vez, Blas no estaba atormentado; estaba feliz. Esta ha sido, creo, la época más feliz de su vida.»
Sabina, entonces, cuenta, como pensando en voz alta, que sabía que la crisis era grave, con la insuficicencia cardiaca de siempre, que la enfermedad física estaba superada, pensaba ella, y que, en cambio, una inquietud y una depresión le había agarrado en los casi últimos días. Que ayer mismo estaban bromeando sobre el próximo viaje veraniego a San Sebastián, y que no quería que sus amigos, que habían venido a verle, se fueran. A las dos de la mañana, la respiración, normalmente rápida, se fue apausando, en una lentitud que no era posible. Y oxígeno, y respiración artificial. «Se quería morir», dice Sabina. «Lo decía muchas veces para que no sea verdad. Y a veces lo callaba, porque estaba yo. »
Es impresionante lo natural que resulta el cambio al pasado, al Imperfecto cargado de sentido de irrealidad. Porque, de alguna manera, la muerte es increíble, es irreal.
Ha costado trabajo, gestiones, llamadas, conseguir un lugar en el cementerio civil de Madrid. «Es donde él quería ser enterrado», dice Sabina. No saben a qué hora; algo más pronto de lo que parecía estar establecido.
Blas de Otero, naturalmente, ha seguido escribiendo hasta el último día. Encima de la mesa se ha quedado sin firmar el libro Todos mis sonetos, que en la primera mejoría debería dedicar a una mujer, a una camarada de los tiempos de resistencia, Gloria, que en la nota escrita con bolígrafo rojo ha añadido, entre paréntesis, PC. Ha dejado, con esa ruptura de lo cotidiano que más allá de la cara pública es la muerte, una Invitación sin cumplir, la que le hiciera ese Festival Internacional de Poesía que se está celebrando sin ellos en Castelporziano, un encuentro de verso y playa, con Allen, Ginsberg y Eugeni Evtuchenko. Y ha dejado al personal desconcertado, buscando su casa, que ahora es de pésame, en un cruce de carreteras, en un bar con toldos verdes y rojos, en un cementerio de coches, preguntando a unos muchachos con mono de albañil y gorra roja del PCE.
El PCE ha hecho pública una nota de duelo por él, militante del partido desde los tiempos atrás de la clandestinidad. «Supo aunar», dice la nota, «la mejor tradición poética española con la poesía de vanguardia y revolucionaria. Sus obras y su vida de militante comunista son conocidas en el mundo entero. La muerte de Blas de Otero», Firma el comité central de su partido, «es una pérdida irreparable para la cultura de nuestro país. Es una pérdida también para la naciente democracia española, por la que tanto luchó; para el Partido Comunista de España, en cuyas filas militó hasta su muerte.»
Fanny Rubio ha estado toda la noche allí. Pepe Caballero Bonald llega, medio perdido, escalofriado como buen andaluz en presencia de la muerte del amigo. Profundamente triste. Aurora de Albornoz busca las palabras para contar la tristeza a la gente, al público que lee y entra en las casas en estos momentos. «Es la primera vez que dicto por teléfono una impresión así en vivo y tan terrible.» Blanco Aguinaga está allí. Ahora, Sabina baja esa media planta que llega al dormitorio donde él está, sereno, más joven que en sus últimas fotos, tranquilo, acostado, muerto. «Voy a bajar un poco», dice. Y es una despedida.
Gabriel Celaya, incapaz de retener las lágrimas, apenas logra articular palabra. A duras penas, balbucea: «Estoy deshecho. Perdóneme, pero no puedo hablar... Es el poeta más fenomenal que hemos tenido. Nuestra unión fue absoluta, tanto en la lucha como en la poesía. Eramos polos opuestos, pero complementarios. Cuando todo me daba asco, ponía mi brazo en su hombro y hallaba en él mi mejor apoyo. »
El poeta catalán Joaquim Horta se lamenta del olvido en que últimamente se encontraba la poesía de Blas de Otero: «Con él ha funcionado de manera plena el siniestro mecanismo español de aupar a un escritor para luego destruirlo.»
Rafael Alberti ha hecho públicas las siguientes palabras: «Conocía Blas de Otero en París, en una comida de Marcos Ana. Luego casi no nos vimos; sólo muy de tarde en tarde, cuando yo venía a España. Estuvo en el homenaje que se me hizo a mi regreso a España, y me dedicó un poema en aquella ocasión. Yo también le dediqué poemas. Considero que fue uno de los grandes poetas de la posguerra. Muere prematuramente, porque era joven y se podía esperar muchísimo de él.»
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