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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

¿Urbanismo o demagogia?

LA CAMPAÑA de sensibilización ciudadana promovida en el inmediato pasado por las asociaciones de vecinos en torno a La Vaguada, un espacio verde irregularmente vendido por una urbanizadora a una empresa francesa para la edificación de un centro comercial, fue seguramente la primera movilización popular en la que las preocupaciones ecologistas por un hábitat urbano más humano lograron una modesta pero significativa victoria contra la especulación y la destrucción del entorno.El polígono Veguilla-Valdezarza-Vertedero, donde está emplazada La Vaguada, es uno de los monstruosos engendros que nos ha legado el crecimiento enloquecido, especulativo y desordenado del Madrid de la posguerra. Esa zona, que ocupa una superficie mayor que Salamanca y sirve de dormitorio a más de 200.000 personas, resiste cualquier comparación, en términos de hacinamiento humano, construcción compacta, ausencia de parques y equipamientos colectivos deficientes, con los demás infiernos de cemento que brotaron, como hongos alucinógenos, en la periferia de la capital durante los años del desarrollismo. El grito La Vaguada es nuestra fue como un símbolo de la lucha por las zonas verdes, destruidas o abortadas por la codicia de los negociantes y por el desprecio hacia los ciudadanos de los alcaldes digitales. Los legítimos intereses de los pequeños comerciantes, temerosos de los perjuicios que el proyectado centro comercial podría depararles, también jugaron un papel en esa campaña. Finalmente, y tras muchos forcejeos, la empresa francesa promotora del negocio cedió un tercio del suelo que había adquirido en favor de un centro cívico y se comprometió a negociar con una cooperativa de pequeños comerciantes la utilización de parte de los locales de su tinglado. Por lo demás, la enorme resonancia de la campaña forzó a la Administración central a ocuparse de los equipamientos colectivos de la zona y a establecer un plan para su expansión y mejora.

Cuando el pleito parecía ya cancelado y la empresa francesa, con su licencia en regla, se disponía a iniciar las obras, el Ayuntamiento elegido en las urnas el 3 de abril reabre, sorprendentemente, el conflicto, resuelto, según informaciones oficiosas, a reconquistar La Vaguada y a obtener la rendición sin condiciones del polémico centro comercial. Pero ni las cosas son tan fáciles como el señor Tierno y sus asesores suponen ni en un Estado de derecho la realidad jurídica es tan maleable, al menos gratuitamente, como los políticos quisieran. La licencia de construcción del centro comercial, de acuerdo con el principio constitucional del respeto a los derechos adquiridos, sólo podría ser cancelada contra el pago de una indemnización evaluada en más de mil millones de pesetas. ¿Resulta sensato, o simplemente admisible, que el nuevo Ayuntamiento aumente su ya enorme déficit en una operación, híbrida de prestigio y de justicia, como la proyectada? Y si el señor Tierno inicia el camino de rescatar, a precio de oro, terrenos ya ocupados para transformarlos en zonas verdes, ¿por qué sólo La Vaguada? ¿También Azca succionará nuestro dinero como contribuyentes? La ciudad que nos ha legado el franquismo es, ciertamente, una jungla de asfalto invivible. Pero el viaje por el túnel del tiempo que el alcalde nos propone sería más caro que un cohete a la Luna. A todos nos gustaría regresar al Madrid anterior al señor Arias Navarro para proyectar, desde el pasado, una ciudad habitable, racional y humana. ¿Pero de dónde sacaríamos el dinero para indemnizar a los constructores de torres que destruyeron el paisaje, de edificios que cambiaron de signo a viejas avenidas o de barriadas que nunca debieron ser edificadas?

Si la cancelación de la licencia del centro comercial es un proyecto megalómano al que invalida su disparatado precio, la argucia de suspender temporalmente el permiso de construcción merece una crítica abierta y suscita la velada sospecha de que tal decisión busca resonancias publicitarias y cubre objetivos demagógicos. Porque incluso en el caso de que el Ayuntamiento se propusiera con ese gesto solamente reabrir la negociación con la empresa constructora para mejorar los resultados conseguidos, no desdeñables hasta ahora (por ejemplo, lograr un aumento en los volúmenes de construcción del centro cívico o ayudas para su financiación), dispondría de otros procedimientos menos lesivos y no tan enrevesados.

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¿Qué se proponen. entonces las autoridades municipales madrileñas? ¿Un gesto populista destinado a disfrazar con ropajes demagógicos la ausencia de proyectos a los que aplicar esos más de mil millones de pesetas que costaría desembarazarse de una parte -ni la mayor ni la más importante- de la herencia del pasado? El señor Tierno ha utilizado sus dos primeros meses como alcalde para realzar su imagen y situar en amplios contextos sociales, históricos y hasta galácticos las menudencias de la vida cotidiana, procedimiento que suscita la admiración de muchas amas de casa pero que amenaza con sustituir la eficaz solución de los problemas por su taxonomía o su descripción fenomenológica. Pero esta figura de un don Hilarión filosofemático y sosegado, bonachón y amante del pueblo llano, es más apropiada para una nueva versión de La verbena de la Paloma que para un municipio asediado por mil graves desafíos y acuciantes dilemas. Perseguir a los vendedores ambulantes o reabrir, sin otro propósito que ganar una efímera popularidad, el dossier de La Vaguada son síntomas preocupantes de un amplio déficit de ideas y proyectos. Madrid necesita disminuir las densidades de población en las nuevas construcciones, mejorar sus lamentables equipamientos colectivos y planear una política municipal audaz y original para el futuro. Olvidemos el pasado y ocupémonos de propiciar un urbanismo sin demagogias para las zonas todavía Ubres de especuladores o para los espacios rescatables sin tener que pagar por ellos. Dilapidar mil millones de pesetas en deshacer uno de tantos entuertos del pasado o hacer el ademán de amagar y no dar en una maniobra de diversión como la suspensión temporal de una licencia no parece serio en quienes prometieron no sólo honradez, sino también eficacia.

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