Wolfe, Kerouak, Capote, Mailer, Bukowski...
Aceptado un fenómeno tan desperdigado, tan imposible de controlar, un ¿movimiento? tan falto de premisas, límites, programas o líneas de conducta, entrar en el cual, como decíamos antes, está al alcance de cualquier letrado con un mínimo de talento, ¿cómo poder saber quiénes, cuántos, cómo, de dónde eran, son, serán? Las publicaciones llegan a cifras incalculables; los periodistas, aún más, y los «nuevos»... A saber. Aquí el caos y allí la inabarcabilidad, Pero en fin, imbuidos de periodismo clasicote, daremos información (¡ejem!) de unos cuantos catalogados, los más famosos, aceptores gustosos de la etiqueta, creadores de artículos admirables, pioneros de la novedad y paladines de la imaginación frente a la redacción tediosa. Para empezar por aquel cuyo nombre, la sola mención del mismo, es automáticamente ligado al concepto de nuevo periodismo: Tom Wolfe.El trabajo de Tom Wolfe como periodista no había tenido nada de particular hasta principios de los sesenta. Era un reportero simpático, hablador, con una mesita de redacción en las oficinas del New York Herald Tribune, compitiendo con otros por hacer el reportaje de más éxito, preguntándose cuáles serían las mejores fórmulas para hacerse famoso y soñando con escribir algún día una novela. Hasta que un día, en la revista Esquire, que desde antaño había acogido entre sus páginas novedades literarias, descubrió una rara especie de artículos que diferían de lo que normalmente se veía por ahí. Todo en ellos recordaba a la literatura, a un relato corto con sus personajes, sus diálogos y pensamientos, su emoción y calor expresivo. « ¡Ya está!», se dijo. «Esto es lo que hay que hacer: sacar de la noticia una obra de creación.» Entonces escribió su primer «nuevo reportaje», una frenética recreación del mundillo de los bólidos dragsters achaparrados, trucados y ruidosos, con abundancia de ruidos onomatopéyicos, motores (ibrumninimm, rahghhh!), derroche de signos de exclamación, guiones, interrogaciones, nuevos signos de puntuación, cortes sintácticos, suspensiones, diálogos en la jerga automovilística... Toda una nueva forma de expresión, destinada a situar al lector en mitad misma de la acción. Funcionó. Sucesivas colaboraciones en Esquire, la revista que se convertiría en el pilón que daría pie al nuevo periodismo como fenómeno, sirvieron para afirmar un estilo informal, donde la voz del narrador se mimetizaba con el tema que retrataba, hasta ser parte del mismo y de su atmósfera.
Un artículo suyo sobre Las Vegas descubrió las posibilidades artísticas, culturales y arquitectónicas de esta ciudad lunática, antes ignoradas. El relato de su viaje en un autocar por toda la nación junto a otros escritores propagando las bondades del LSD dio forma al libro Gaseosa de ácido eléctrico, recientemente publicado en España. Y esta cuestión de ser publicado en libros es un hecho a señalar, pues tanto Wolfe como muchos otros de estos nuevos periodistas pasaron de las arrugables páginas de las revistas a los sacrosantos volúmenes como consagración definitiva de su valor literario.
Y Wolfe, convertido en el principal teórico del asunto, nos dice: «De este modo se retornaba a la amplia tradición de la novela realista decimonónica de Hugo, de Balzac, que hacía un fiel retrato de la sociedad de su época.» Aunque a mi parecer, esto no es exacto aparte de que aquí no se trata de retornar a ninguna tradición ni nada que se le parezca, pues mientras la novela realista trata de recrear una realidad mediante la novela, el nuevo periodismo viene a recrear una novela por medio de la realidad, o sea, la diferencia entre una ficción con aspiraciones de realidad y una realidad con aspiraciones de ficción. Así entran dentro del nuevo periodismo escritores que hicieron novelas a partir de hechos verídicos, como Jack Kerouak y sus crónicas de viajes junto a sus amigos de la generación beat en En la carretera, por ejemplo, o Truman Capote con A sangre fría, o Norman Mailer en Los ejércitos de la noche, o incluso Charles Bukowski, que no en vano fue por un buen tiempo columnista indecente en un periódico underground de Los Angeles.Aunque la cuestión del periodismo underground supongo que excede la etiqueta de nuevo (en el cierto aspecto clasificatorio que le dan algunos críticos), para situarse en dimensiones más allá de las preocupaciones literarias o de difusión masiva o reconocimiento jerifáltico. Difusión masiva y reconocimiento que, al parecer, obsesionan a Wolfe, que metido ya a santón de la nueva ciencia, puede reunir antologías, escribir ensayos teóricos e incluso molestarse si alguien crítica al nuevo periodismo. Por suerte, la falta de manifiestos, ortodoxias o iglesias, su carácter disperso, impiden cualquier delirio mesiánico por parte de Wolfe o ningún otro, y toda excomunión, expulsión, ruptura, etcétera, entre miembros, como si de un típico movimiento literario se tratase. Para conocer las ideas de Wolfe, su explicación del fenómeno y su antología de textos, es conveniente leer su libro El nuevo periodismo, editado por Anagrama. Para conocer su obra tampoco han de faltar reportajes recopilados.
La revista "Rolling Stone"
¿Más nombres? Terry Southern, por otra parte escritor de novelas (la archiconocida Candy, entre otras), que desde las páginas de Esquire publicaba curiosos fragmentos de autobiografía, que acababa superando por completo la eventual noticia. Otros, utilizando como marco la ya citada Esquire y New York, suplemento dominical del New York Herald Tribune, a cargo de Wolfe, fueron dando a conocer su personal estilo: Jimmy Breslin o el tratamiento de la noticia diaria como relato novelado, Gay Talese, Barbara Goldsmith, Nicholas Tomalin; Rex Reed o las posibilidades creativas de la entrevista, Robert Christagu, Garry Wills, muchos, muchos otros en tantas revistas y libros periodísticos, como el de Gregory Dunne, sobre la Twentieth Century Fox, el de Joe McGinnis sobre la campaña electoral de Nixon, de Gail Sheehy sobre los Panteras Negras, de Rory Tolen sobre los viajes al Oriente... Gente más nueva, toda la plantilla de la revista Rolling Stone, Tom Burke, Jerry Hopkins, Iris Brown, Jon Landau... Hunter S. Thompson, inventor del periodismo «Gonzo», en el que el hecho informativo se personifica en él mismo ysus paranoias frente a su alrededor, sus delirios bajo los efectos de la droga; amplia muestra de todo ello es su célebre serie de reportajes de Horrory náuseas, sobre muy diversos temas. Los apocalípticos artículos de Henry Gore, las crónicas, al mismo tiempo pop y de escalofrío gótico, de Lilyan Glendalay... Robert Greenfield, Stephen Koch, Ovid Demaris, R. Kostelanetz... En fin, ¿cómo hacer una lista necesariamente interminable? Baste decir que toda ordenación puede ser un agravio, que la libertad puede, ¿por qué no?, codearse con la fabulosa contradicción entre información y creación; que las tradiciones inevitablemente se derrumban, las miradas se desorbitan y los grafittis nos hacen guiños.
Y ahora, ¿qué?
La novedad ha dejado paso a la costumbre y, a pesar de que todavía existe, y en buena cantidad, el periodismo tradicional (hay gente para todo), en América cualquier publicación que no esté preñada de una sólida y rígida sensación de formalismo obligado para con sus lectores se ve en la necesidad de acoger al, como decíamos, ya nada nuevo periodismo entre sus páginas. Igual ocurre por transmisión en gran parte del mundo civilizado. En España, bueno, es evidente que algo está cambiando y que los periodistas no son ya seres incoloros, informes, anónimos, y sí gente con imaginación, personalidad y raptos de brillantez. Pero no se puede negar que, salvo honrosas excepciones, los editores y jefes de redacción no siempre conceden la libertad necesaria para la expansión de un periodismo que acabe de una vez con los restos de las momias, las notas anquilosadas, las columnas artríticas, las alabanzas de obligación, las acusaciones por costumbre, los años de tradición... Pero algo ha pasado, y en las escuelas, en las redacciones, cada vez menos gente lo ignora. La escritura puede ser un ejercicio personal, autónomo, visceral, asombroso, divertido. En la calle, en nuestros propios hogares, se ha desatado el mayor espectáculo del mundo. Contar las cosas puede ser algo bien jocoso, una manera de burlarse de la lección de los tiempos. Frente a los escrúpulos que sentimos hacia toda información, en su profunda inutilidad, su relatividad inquietante, aparece la espontaneidad inconsciente que, pese a todo, nos impulsa a informar. Puede haber polémica? ¿Alguien que se crea esto y lo otro? Baste ya de etiquetas, que siga la fiesta a merced del azar o... ¿Para cuándo el periodismo oligofrénico? ¿Para cuándo el periodismo mudo? ¿Para cuándo el periodismo omsidoirep? Cualquiera sabe. Por el momento, ya es suficiente con que las máquinas de escribir toquen la música al son de la cual han de volver a bailar los redactores paralíticos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.