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Tribuna
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Un espectáculo antiguo para una mirada nueva

Una puntita de kitsch, como es de rigor; algo de escaparate de tienda de regalos, de la incomodidad que produce el buen gusto. Son varias capas de orden y regularidad las que se superponen en La bella durmiente del bosque: Marius Petipa, el Ballet Imperial Ruso, el conservadurismo y el tradicionalismo de la ópera de París. Todo cartesiano, todo lógico. Y, sin embargo, debajo había, hay, un par de revoluciones aplastadas: la de Perrault y la de Tchaikowsky. Perrault, luchador por la vanguardia, protagonista -frente al clásico Boileau- de la Querelle des anciens et des modernes; Tschaikowski, queriendo meter el romanticismo en el ambiente académico del ballet Imperial.Hay, incluso, otra revolución apuntada en este ballet: la cubana, la de Alicia Alonso, modernizada también al seguir el molde de Petipa y el gran peso tradicional de la ópera de París. Surge de pronto y anima la simetría y el orden, como en la irrupción del hada mala -Carabosse- y su grupo siniestro de pajes y sirvientes; la violencia audaz del color en los trajes, el maquillaje, el gesto, deshacen el orden clásico.

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La simetría del buen gusto

Qué es el orden de la simetría. Y el orden de la entonación, de la gama de los colores bien conjugados. Del «buen gusto», de la composición. Con una cierta contradicción con respecto a la manera de representar, forzada por la circunstancia: a este teatro, creado para ser visto por reyes, le falta el marco, la embocadura; y el dorado y el terciopelo de la sala, el foso con la orquesta. Parece como un aristócrata venido a menos; queda como déclassé en un tablado abierto por tres costados, servido por una escenografía púnica y sumaria -más de tienda de regalos que cualquier otro elemento- y ante su público en mangas de camisa quede cuando en cuando bebe cerveza de lata. Digamos que todo ello es una conquista social, merecida y justa. Pero todo ello hace que este espectáculo tenga otra mirada; y ya se sabe que en el teatro la mirada del espectador reverbera, modifica lo que se está representando. Del teatro-palacio al palacio de las masas -el de los deportes-, hay todo un profundo cambio de sociedad. Se veía el viernes en el Palacio de los Deportes, de Madrid esta Bella durmiente, no como algo que estuviese pasando, sino como algo que había pasado, como algo que venía para que viéramos cómo había sido, cómo era un tiempo ido y cómo fueron sus batallas artísticas. Y, en ese aspecto, el toquecillo de kitsch, la composición simétrica, el cartesianismo, el mundo de reyes, hadas, princesas y príncipes, campesinos y arbustos, tenía otro sentido. Desde él, apenas importan algunos atentados a la simbología oscura del cuento -la sustitución del huso, símbolo fálico, que hace brotar la sangre de la niña, supuesto de violación, por una aguja- y resultan imperceptibles.

A esta luz del ámbito gigantesco del Palacio de los Deportes, de la megafonía, del público popular -o popularizado-, del escenario sin límites, todo el espectáculo resultaba fascinante. Con otras dimensiones que no sospecharon nunca sus sucesivos creadores, a excepción, quizá, de Alicia Alonso. Pero no hablo aquí de coreografía, ni de la escuela y el arte de los intérpre tes: tiene su maestro -Enrique Franco- esta misma página para comentarlo.

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