El personal
Una vez al año, en la Feria del Libro, por mucho que la escondan, uno se encuentra con el personal, aparte, claro, conferencias, simposios, mesas redondas (que nunca son redondas), encuentros en la tercera fase de la sociedad transparente (donde sólo somos transparentes los escritores), cineclubs, cinefórums, coloquios, homenajes a César Vallejo y salidas triunfales a provincias que acaban en la habitación de un hotel verde/verdoso, frente a la soledad de la maleta y la espiral sin gracia, ascendente/ descendente, de la propia carrera literaria.Una vez al año, este año en la Casa de Campo, el escritor se encuentra con su público, el personal se encuentra con su escritor, o con otro, y de esto sale provecho para ambos y un 25% de ganancia burra para el vendedor.
Claro que están las cartas, las visitas, las llamadas por teléfono, los consejos, esa señora Francis siempre de guardia en que se convierte el escritor a medida que pasa el tiempo, siempre presto a aconsejar sobre arapésticos, discrepancias sexuales, metonimias, versos incipientes, vocaciones dudosas, booms latinoamericanos, abortos, divorcios, eurocomunismo y ganas de enredar.
Los escritores, como las farmacias, debiéramos estar a una distancia establecida e inviolable unos de otros, para evitar la competencia, la acumulación y, sobre todo, para establecer un turno laborales/ festivos que nos permita descansar a todos. Así, ahora, unos se han ido de vacaciones a la guerra literario/política de Canarias (yo no quise ir porque me lo aruspiciaba), y otros nos hemos quedado de vacaciones en Madrid.
Cuando Franco, la Feria del Libro se celebraba en Recoletos, respetando una tradición republicana, que ya era respetar, porque sólo en ese filo primaveral e inaugural de mayo /junio podían los rojos ver y tocar de cerca a su Celaya, a su Cela, a su Delibes, a su Buero Vallejo, a su Barral.
Este contacto autor/lector era muy perjudicial para el franquismo, pues establecía unos cortocircuitos intelectuales, unos vasos comunicantes, una libre circulación de las ideas y los barquillos de los barquilleros que, finalmente, se resolvía con un café en el Gijón y una luz nueva, como de libertad, en los ojos claros de Gabriel Celaya.
Paradójicamente, cuando Fraga vino a liberalizarlo todo, del brazo de la tía Tula, tirando y vendiendo Unamunos a manta, gracias al telechisme, se llevó la Feria del Libro un poco lejos, o sea al Retiro, iniciativa torpe (como tantas de Fraga), porque así el encuentro de los personajes con su autor (el primer y quizá único personaje de un libro es siempre el lector) se hacía como más clandestino y conspiracional, bajo el verdor abrumante de los castaños de Indias.
Fraga había expulsado a los aedas de la república franquista de Platón y les confinaba en el Retiro, isla de oro verde y lejanías alfonsinas, consciente , quizá (como no lo había sido nunca Arias-Salgado) de que aquel contacto lector/autor era una cosa obscena, peligrosa, un delito común en que la funesta manía de leer se agravaba con la deshonesta manía de tocar, de saludar, de darle la mano al escritor.
Y ahora, con la libertad, con el desmadre, con el desencuere intelectual, donde todos nos lo montamos ya en plan piscina, organizan la Feria Oculta del Libro (genial Máximo), que debe ser simplemente un error burocrático del INLE, el organismo que jamás debió existir, y que no ha impedido, en fin, que Torrente Ballester, García Pavón, Fernández-Santos, Carmen Martín-Gaite, Rosa Montero y toda la basca, incluido uno mismo, hayan, hayamos tomado contacto de nuevo con el personal, la hermosa gente. A mí una fan psico/neuro se me subió en la capota del coche y un joven dostoiewskiano me dio a firmar este periódico, «que yo no tengo un duro para libros». La literatura, que no es nada, es la perpetuación indestructible de la amistad del hombre por el hombre. El escritor (fuera políticas con fusion arias) no es sino una creación de su público.
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