Sigue el mito, pero no la España que lo hizo posible
El Cordobés, ante la aventura de su reaparición
La melena rubia y alborotada, un amplio y peculiar flequillo, la sonrisa de oreja a oreja, daban la imagen inconfundible del torero heterodoxo, pillo y triunfador. El Cordobés era un pasota antes de que se hubiera inventado la palabra. Le contaban millones. Todo español le llevaba las cuentas a El Cordobés y salían cifras de vértigo, apenas abarcables, pues tampoco estaban vulgarizadas las máquinas calculadoras. Se partía de los mil millones que el rumor daba por seguro tenía cuando tomó la alternativa, de forma que aquel año de 1972 debían ir por 100.000.
Hacían del dinero un valor supremo, que el poder se complacía en fomentar. El consumismo había entrado a saco en el país y la mentalidad del español debía desarrollarse entre dos constantes: la reserva espiritual de Occidente y la posesión del utilitario. La televisión se había convertido en el catecismo nacional y decía que «un libro ayuda a triunfar». También servía para apoyar a El Cordobés como ídolo nacional a cambio de que la melopea del cordobesismo abortara las manifestaciones por motivos sociopolíticos. El avión de El Cordobés salía en pantalla casi tantas veces como Fraga, que ya es decir. La supuesta fortuna del torero hacía olvidar los fabulosos engranajes del capital verdadero y las multinacionales.La realidad no se sabe dónde estaba entonces ni dónde está ahora, pero el mito era más fuerte. Siempre es más fuerte el mito. Y ni siquiera el lado oscuro de esta imagen brillante podía con él. Porque había otra personalidad en El Cordobés, que aquel año, y aun los anteriores, aparecía flaco, ojeroso, bajo de color. Multitudes de aprovechados le rodeaban a toda hora y el intento era al caer la tarde aturdirlo de adulación y agua amarilla. «¡Manolo, Manolo, Manolo!» El grito popular, espontáneo y verdaderamente enfervorizado de la plaza pretendían continuarlo en la intimidad los que se apuntaban de amigos por lo que pudiera caer.
El ídolo abarrotaba las plazas, pero ya no todas ni siempre. Los aficionados cabales, aquellos que por encima de cualquier partidismo defendían los valores ciertos de la fiesta, reaccionaban contra el antitoreo del fenómeno y sobre todo contra el fraude. Porque había fraude. Algo se cocía en ciertas ollas de aquella España regida a dedo hasta el último rincón. Legislada en todo, fiesta de toros incluida, los reglamentos podían ser papel mojado si convenía. El reglamento taurino era el de ahora y los estamentos encargados de vigilarlo no han variado, pero estos hacían durante aquellos años la vista gorda ante el atropello de los toros desbaratados de cabeza a rabo. Nunca como en la época de El Cordobés -la década de los sesenta- salieron los toros tan jóvenes, tan pequeños, tan inválidos, tan afeitados. «Hasta las orejas los afeitan», se decía.
Los artífices de la versión seria del espectáculo -Camino, El Viti, Puerta, y así hasta cien- se aprovechaban astutamente de este toro, y se encumbraron y se enriquecieron sin que les alcanzaran demasiado las salpicaduras del fraude, porque la responsabilidad la cargaba la afición en el ídolo de la heterodoxia.
La crítica taurina presionó con fuerza para acabar con esta situación y llevó a cabo con honestidad y riesgo una labor de denuncia que, respaldada por los aficionados, acabó por alcanzar su objetivo. El primer paso fue el establecimiento del libro-registro de la edad de las reses. A partir de 1973, los toros que se lidiaran tendrían que ser cuatreños, pues llevarían marcado a fuego el guarismo de su año de nacimiento -el nueve- y esta innovación haría casi imposible el engaño. Después vendría todo lo demás, respecto a fortaleza, trapío e integridad de las astas. La fiesta entraba en una fase de revolución hacia la autenticidad.
El toro lleva su mayor peligro en el sentido que da la edad y la nueva situación requería toreros con valor y técnica para dominarlo. La reolina, el pechugazo y el salto de la rana son impensables con un cuatreño astifino de casta. Son pensables (y hasta entonces eran usuales) con el utrero y hasta el eral, pero éstos no podían colarse de matute en corridas de toros, pues la evidencia de su edad aparecía marcada a fuego en el brazuelo. El Cordobés prefirió no complicarse la existencia y abandonó la profesión. Su última tarde fue en Santander. Dejaba detrás una época de popularidad como jamás se había conocido, miles o quizá millones de partidarios, récords de números de actuaciones por temporada, la leyenda de sus honorarios y sus posesiones. Y dejaba detrás también la época más oscura y desvergonzada que ha conocido la fiesta en toda su historia.
La nostalgia de las tardes de gloria, de sentir día a día la avalancha del fervor popular, parece ser la gran carencia de El Cordobés en el transcurrir de sus días de terrateniente. Y alguna vez ha pulsado la medida de su popularidad. Los dos intentos más serios fueron a raíz de la muerte de Antonio Bienvenida y en el festival de Sevilla. En ambos casos le respondió el pueblo como esperaba. Y ahora parece decidido a afrontar en serio los riesgos y los compromisos propios de un torero en activo a cambio de sentirse de nuevo ídolo y de ganar otra fortuna. Será en América.
Para España, El Cordobés -que si algo no tiene es un pelo de tonto- lo piensa más detenidamente. El toro que hoy salta a los ruedos ni se parece al que colaboraba con sus éxitos. Hoy media corrida puede mandar a los tres espadas a la enfermería. La autoridad hila más delgado que en la década de los sesenta. La crítica especializada, que apretó fuerte entonces, aprieta también ahora, con más efectivos. La afición está unida y es de talante intransigente. Y además el torero tiene 42 años; es más viejo que El Viti, a quien en las tardes deslucidas el público manda al asilo; es mucho más viejo que casi todo el escalafón. Su vuelta a los ruedos españoles sería una aventura de resultados imprevisibles.
Babelia
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