Miedo
Yo quería hablar hoy del festival celta-ecológico de la Joven Guardia Roja, pero se me coló el miedo entre las costillas. Ahí está, una angustia punzante a medio camino del esternón y el ombligo, un vahído, un vacío opresivo y doloroso que se abre paso entre los problemas cotidianos. Y tu vida diaria -las rutinas, las pequeñas debilidades, los triunfos momentáneos, las frustraciones y el aburrimiento- desaparecen, se hacen diminutos, se frivolizan ante el Miedo.Yo quería hablar hoy de la magnífica semana de coloquios en pos de una alternativa ecológica que han organizado los de la Joven Guardia Roja -semana de debates pacíficos y fértiles, de intercambio de opiniones, semana de crecimientos interiores-, pero llegó la sangre anegándolo todo, ahogándonos en temblor y sobresalto. Hay como un vibrar de vísperas de destrucción en el ambiente, y todos caminamos con la cabeza gacha, espantados de tanta muerte y tanto odio, atisbando por encima del hombro para verificar que aún sigue nuestra sombra pegada a los talones, porque en estos momentos de zozobra e incertidumbre llegamos a dudar incluso de la perdurabilidad de nuestra propia sombra. Es la misma sensación de estupor, pintada de color de pesadilla, que produce el parpadeo de las bombillas antes de apagarse, que así estamos todos, pendientes de la luz que se debilita, reteniendo el alientopor ver si así la electricidad aguanta y no sobreviene el apagón: y es que es esa la inocente argucia de no respirar, la única respuesta que se nos ocurre en medio de tanta perplejidad, porque estamos tan inermes que ni siquiera sabemos quiénes son los que quieren cortar el fluido eléctrico y dejarnos en tinieblas.
Yo quería hablar de la fiesta celta («¿y por qué llamarla celta?». «Porque los celtas fueron un pueblo que supo vivir en contacto con la naturaleza; para ellos el equilibrio con el medio ambiente era fundamental, eran un pueblo en armonía con el entorno») que se celebró en Madrid el pasado domingo como cierre de la semana ecologista, y quería hablar de la animosa iniciativa de la Joven Guardia Roja -tan joven, tan joven de verdad, con una edad media de dieciséis años entre sus afiliados-, capaz de montar tamaño recital, un concierto monstruo que les costó tres millones de pesetas y que organizaron sin afán de lucro, sino por ganas de vivir y de dar vida. Quería hablar de todo esto, pues, pero los días últimos han estado agobiados por el susto, pespunteados de pena, de indefensión y de cautelas, y hemos consumido las horas en intercambiar entrecortadas palabras con los amigos, en disimular por las calles madrileñas ante las furias de algún comando ultra (hay que hacer como que no se les ve, vaciar la cara de expresión, fijar una mirada boba en el infinito, es justo la misma forzada indiferencia que se simulaba en el colegio, cuando el profesor oteaba sobre las cabezas a la búsqueda de un alumno que contestase a esa pregunta tan difícil que nadie sabía), en contemplar con ojos sobrecogidos a tus hijos, mordido por la culpabilidad del mundo que vas a dejarles en herencia.
Y, sin embargo, yo quería hablar del festival de la Joven Guardia Roja, y voy a hacerlo, porque el domingo, horas después tan sólo de los feroces asesinatos, el domingo, pues, se reunieron en la Casa de Campo 25.000 personas, y no hubo un solo incidente, aunque la policía no apareciera por la zona, y se sonrió, y se cantó, y se escuchó música. Se vivieron horas serenas y gozosas, porque la gente que fue allí demostró que frente a la atrocidad no hay más arma que la solidaridad y la convivencia, y que ceder a esta ansiedad paralizante, a este miedo que nos diluye y nos machaca, no es más que un darse por vencidos, no es más que una derrota. Y en este sentido, la fiesta celta no fue sólo el broche de una alternativa ecológica al mundo que vivimos: fue también una alternativa de esperanza.
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