Ausencia de alternativas políticas viables a la dictadura militar de El Salvador
Noventa muertos y muchas docenas de heridos en poco más de un mes es un saldo demasiado alto, incluso para un país mayor que El Salvador, en cuyos escasos 21.000 kilómetros cuadrados se hacinan casi cinco millones de personas. Ese es, sin embargo, el balance real de la situación de violencia que viven los salvadoreños, como producto de las enormes contradicciones políticas y socioeconómicas existentes.
Nadie apuesta un ochavo por la ostentosa, pero frágil, tranquilidad conseguida por la implantación del estado de sitio, materializado a mediados de la semana pasada. Los salvadoreños están convencidos de que, en cualquier momento, volverán los choques sangrientos, y se tornarán nuevamente peligrosas las calles. Los jóvenes politizados, tras el impuesto respiro, volverán a la protesta, a la barricada, a la ocupación y al secuestro. El poder repetirá la ráfaga de ametralladora, la cárcel y los privilegios de siempre.Eso es lo que hace esencialmente singular la situación de El Salvador: no se avanza absolutamente nada para resolver las diferencias que han enfrentado, durante lustros, a unos contra otros. La tierra, el poder económico, las influencias, siguen en manos de las mismas veinte familias que, hace cincuenta años, ya eran dueñas del país. Los que luchan del otro lado son hijos, herederos de los campesinos y obreros que ya sufrieron el permanente estigma de la desigualdad y la pobreza. Y en el ojo del huracán, sufriendo los embates de una y otra corriente, se sitúa la cada día más numerosa clase media del país, inexistente hace treinta años.
Cuando se consigue romper la barrera del recelo que separa, inevitablemente, al periodista extranjero de cualquier representante de las «familias» del país, es posible obtener confesiones como esta: «No hemos sido inteligentes. Hemos ido a remolque de los hechos. Seguimos teniendo tierras y dinero, pero no estamos seguros de si vamos a vivir mañana.» Luego admiten, como corolario, que la única solución posible será la repetición de los episodios de 1932, en los que 30.000 campesinos levantiscos fueron muertos por la policía, el Ejército y las bandas parapoliciales, tan permanentemente activas.
Pero no podrá ser así. Las circunstancias son distintas y la impunidad es hoy un raro privilegio. La cultura se ha extendido y han aumentado los niveles de politización.
Nadie quiere ceder, y ningún grupo ofrece posibilidades moderadas de recambio. De un lado se sitúan los poderosos de siempre, apoyados cómodamente en la granítica columna norteamericana, que propician cada cuatro años la sustitución de un presidente por otro, casi siempre un militar, e incuestionablemente aliado con los intereses de aquéllos. Para este grupo, extremadamente reducido, que es dueño del 90% de la tierra del país, todo lo que sea protesta, contestación, reclamaciones, es comunismo, influencia de Cuba.
En el otro lado aparecen los grupos políticos radicalizados, que no admiten más solución que la lucha armada como medio para conquistar el poder y, desde él, implantar una sociedad socialista.
Ni líderes, ni alternativas
Y entre ambos planteamientos antagónicos, nada. No hay partidos políticos capaces de ofrecer alternativas civilizadas. No hay líderes con posibilidades de aglutinar a las mayorías que sienten idéntico repudio por la explotación que por la violencia.El poder no ha encontrado otro modo para mantenerse en su posición de privilegio que el fraude y la fuerza. Hechos antiguos y recientes lo demuestran. El presidente Carlos Humberto Romero, militar con cierto prestigio, ligado a las «familias» salvadoreñas desde su época de joven profesor de equitación en los clubs elegantes del país, llegó al poder en 1977 apoyado en un generalizado fraude electoral. Sus antecesores, todos candidatos del Partido de Conciliación Nacional, que agrupa al oficialismo, lo hicieron en condiciones parecidas. La Orden (Organización Democrática Nacionalista), o la Unión Guerrillera Blanca, se encargan de eliminar, por la vía del tiro autorizado, la contestación y las protestas.
El surgimiento de las organizaciones políticas de oposición violenta ha tenido como aliados a la progresiva culturización de la juventud y al papel comprometido de determinados sectores de la sociedad, como el eclesiástico. Sin las universidades y sin los jesuitas, hace unos años, y los arnulfistas, ahora, seguidores fieles del combativo arzobispo de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero, no habría sido posible llegar a la situación presente.
Muchos observadores aseguran que este clima de permanente violencia ha sensibilizado al sector más joven del Ejército, en el que comienza a observarse una clara sensación de disgusto. La verdad es que es muy difícil hallar un oficial joven que así lo admita. Aceptan, como mucho, la posibilidad de errores cometidos desde el poder, pero dejan caer todo el peso de la culpa sobre «los curas y los comunistas financiados por Fidel Castro».
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