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El congreso

Rosa Montero

Cómo explicar... Cómo explicar lo insólito, lo extraordinario de este congreso del PSOE. Cómo explicar que el Palacio hervía de emociones, que la ejecutiva se desmelenaba ante el empuje de las bases, que las bases se sorprendían -se asustaban, quizá- de su propio peso, que los delegados extranjeros quedaban atónitos y boquiabiertos ante tal barahúnda. Porque en la historia política nacional e internacional los congresos han sido siempre actos rutinarios, vacíos remedos de sí mismos, meras rúbricas de los pactos de poder previamente establecidos. Y, en este sentido, pese a las histerias y a las crispaciones, pese a ingenuidades y suspiros, el PSOE ha ofrecido el espléndido espectáculo de ser un partido vivo.No han comido, no han dormido, no han dado tregua a la batalla; han sido cuatro días sin respiro. Al tercero, los congresistas lucen ya ojeras malvas, pulso tembloroso, ronqueras ganadas con el mucho insultar, y deambulan por los corredores tartajeando ilusiones medio rotas o cansadas quejas. El Palacio parece un campo de refugiados sobrevolado por el recuerdo incierto o el presentimiento de un desastre: algunos participantes se derrumban en los sillones reposando las fiebres congresistas; Guerra pasea su perfil cortante y una endurecida indiferencia por las salas. «Nos están asesinando, nos están acuchillando», exclama Múgica con voz aguda entre un corrillo de fieles. Peces-Barba arrastra sus cien kilos de humanidad, estupefacto, los ojos vidriosos, sin reponerse aún de la doble derrota del principio. Varios delegados dormitan por los suelos agitados con temblorosas pesadillas.

Es este un congreso de pasillos, y es en los pasillos en donde se conspira, se conjura, se grita y se susurra. Pálidos. Están todos tan pálidos, tan tensos... De cuando en cuando un rostro particularmente enrojecido muestra la congestión momentánea de un enfrentamiento; los ardores políticos se concretan a veces en zarandeos de solapas, el ambiente está denso y picante. Se escucha un gemido, un hombretón de treinta y tantos años se desploma en una silla, está llorando con desconsuelo y gruesos lagrimones le llenan las mejillas. Sus compañeros le rodean con ese embarazado y tenso ademán que ponen muchos hombres ante las emociones, educados como están en la represión del sentimiento: palmean su espalda, pudorosos, con gesto enternecedoramente zafio.

Pero si al tercer día lloran las bases con desesperación niña, en la madrugada del cuarto le tocará el turno a la ejecutiva; Múgica va soltando lágrimas por los pasillos y algún otro figurón sorbe los moquillos con discreta compostura. Peces-Barba acaricia los telegramas de adhesión que ha recibido de Valladolid; es un consuelo. Al filo del mediodía habla Felipe; es el suyo un discurso emocionado e impecable; y la palidez en Felipe es una palidez color oliva, cetrina y melancólica. Horas más tarde todo el mundo se concentra en el anfiteatro: se proclama la comisión gestora ante un auditorio fatigado y de sentimientos inestables. Entra Felipe como una sombra, algodonado en los gríses de su jersey, turbado, y la mayoría le aplaude y le jalea. Algunos empiezan a hablar de estratagemas, de que los Guerra y los Múgica pueden sacar provecho de todo esto. Pero ahí queda el airoso gesto de Felipe, y suena ya la Internacional, y todos en pie la cantan con la emoción a flor de piel, con las emociones en el puño. Fuera, en los pasillos del Palacio, totalmente vacíos por primera vez en cuatro días, una nena de unos cinco años juega a saltar baldosas esperando el fin del acto, esperando el fin de todo. El fin de este congreso que, traspasado de fiebres, embadurnado de mocos y humedecido en lágrimas, ha sido, con todo, vivificante y ejemplar: un congreso especialmente hermoso.

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