La reforma administrativa como pretexto
LA REFORMA administrativa es uno de esos conjuros que los profesionales del poder se sacan habitualmente de la manga como alivio milagroso para los males nacionales. Pero los ciudadanos, ya curados de espantos, saben que esa pócima mágica suele significar incrementos de gastos públicos, más impuestos, mayores precios y, sobre todo, nuevas e inmediatas dificultades. Los funcionarios, por su parte, reaccionan encogiéndose de hombros o preguntándose, a lo sumo, a dónde les conducirá el nuevo organigrama. Y nadie entiende por qué una reforma administrativa, como el rectificado del motor de un automóvil, no puede significar un mejor funcionamiento.Tampoco es tan difícil. Bastaría con señalar unos objetivos modestos y exigir un poco de honestidad pública. Una buena reforma debería estar encaminada, por un lado, a simplificar la tramitación administrativa al máximo posible y a eliminar la discrecionalidad de cada organismo mediante la desaparición de controles y requisitos innecesarios, lo que disminuiría la irritación de los administrados y liberaría recursos en funcionarios y medios para cometidos más activos.
En segundo lugar, la reforma tendría que simplificar la estructura de la Administración, reduciendo el número de ministerios y organismos administrativos y delimitando claramente sus competencias. Se trataría, en definitiva, de transformar una Administración intervencionista, prolija y burocrática en una Administración suministradora de servicios. Los pactos de la Moncloa establecieron en su día el compromiso de reducir el incremento de los gastos públicos de consumo (personal y compras de material) y, simultáneamente, incrementar los gastos públicos de inversión.
Pero la tozuda realidad administrativa alteró hasta tal punto ese diseño que los resultados han sido, en 1978, exactamente los opuestos a los previstos. Aunque parezca increíble, el Estado español, en esta época de recesión, ha aumentado sus gastos de consumo y ha reducido sus gastos de inversión. De esta forma, nuestra Administración se va convirtiendo en una especie de desierto de servicios públicos invadido por la mala hierba de los trámites interminables y las regulaciones superfluas.
Finalmente, están los problemas de los funcionarios y los funcionarios como problema. Una reforma administrativa que aspire de verdad a ese nombre tendría que buscar, ante todo, que los funcionarios fueran servidores del Estado y no instrumentos del Gobierno. Lamentablemente, no parece que ese sea el propósito del partido que ocupa el poder ejecutivo. Mientras se predica a los ciudadanos una moral de austeridad, el señor Suárez ha empuñado con toda energía la manivela de fabricar ministerios, y el Gobierno sigue colocando en puestos de responsabilidad técnica a personas que carecen de la preparación necesaria para desempeñarlos, pero que, en cambio, desbordan fidelidad y gratitud hacia el líder de UCD.
Y hay cosas todavía más preocupantes. Hace unos días se ha vetado injustificadamente el nombramiento de un funcionario para ocupar como representante de España el puesto de director ejecutivo en el Banco Interamericano de Desarrollo. Poco importó a los altos niveles que adoptaron esa sectaria decisión que el citado funcionario hubiera sido propuesto por su competencia profesional para desempeñar el cargo, ampliamente probada por seis años de destino en Iberoamérica y por su gestión en la delegación española que negoció precisamente nuestro ingreso en el BID. Su curriculum tenía una gravísima mancha: la afiliación al PSOE.
Al parecer, la filosofía de UCD predica que un funcionario del Estado que no vota al partido del Gobierno está descalificado para representar a nuestro país en una institución internacional.
Desgraciadamente, los buenos funcionarios no abundan, y el Gobierno parece decidido a desanimar las vocaciones para las tareas de servicio civil mediante el doble procedimiento de colocar filtros según las lealtades partidarias y de convertir los más elevados cargos de la banca estatal y de las empresas públicas, al igual que algunas embajadas, en premios de consolación para políticos en paro. Tal vez iniciemos así el regreso al mundo de la inseguridad en el empleo público y del favor a los amiguetes de las novelas de Galdós. La reforma administrativa seguirá siendo un buñuelo de viento en tanto que los hombres que ocupan el poder no renuncien a utilizar los fondos públicos para dar suculentos subsidios de desempleo, en las empresas públicas y en el servicio exterior, a quienes no han tenido cabida, pese a la multiplicación de carteras, secretarías de Estado y direcciones generales, en la crisis gubernamental de turno.
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